La inexorable destitución de Dilma Rousseff representa un duro golpe a los fundamentos de la democracia liberal, afecta la soberanía popular y lesiona la calidad institucional de Brasil. La oposición brasileña parece haber acuñado la “democracia participativa” en detrimento de la tal halagada “democracia representativa” a la hora de dirimir la puja política. La democracia liberal en América Latina ha sido apuñalada una vez más.
Los sectores opositores al gobierno de Dilma Rousseff han logrado luego de doce años minar el proyecto político petista, iniciado en 2003. Luego de varios traspiés electorales, el último a fines de 2014 y ante la lejanía de la próxima contienda en las urnas, la clase política brasileña encontró en el mecanismo del juicio político la manera de dirimir la fractura y polarización política que experimenta Brasil desde inicios de 2015. La decisión política de avanzar en dicha dirección representa un grave retroceso a los cimientos de la democracia liberal, la cual estaba siendo amenazada por el “populismo petista”. El denominado giro a la izquierda de América Latina en la primera década del siglo XXI conllevó innumerables debates en torno a la concepción democrática de los nuevos gobiernos progresistas de la región. Si bien se reconocían matices en el nuevo mapa político (no era lo mismo Chávez que Lula) desde los sectores opositores se cuestionaba abiertamente la incompatibilidad de estas nuevas experiencias políticas con la democracia liberal moderna. La crítica estaba puesta en que la noción de soberanía popular (la voluntad del pueblo) se anteponía y muchas veces contrariaba la otra pata de la democracia liberal: instituciones sólidas que garanticen reglas de juego claras y transparentes las cuales no debían ser condicionadas y cooptadas por la visión política de quien detenta coyunturalmente el poder. En otras palabras, gobiernos como los de Lula, Evo Morales, Chávez, Kirchner o Correa fueron acusados una y otra vez de avanzar contra las instituciones y las normas de la república si estas se anteponían a los intereses políticos inmediatos y a la noción de “bien común” que esos proyectos defendían. Este déficit democrático era señalado como una de las principales “prácticas populistas” de la izquierda latinoamericana contemporánea en relación a la baja institucionalidad democrática.
A pesar de los cantos de sirena, este “déficit democrático” no sólo no parece revertirse en el denominado “fin del ciclo progresista”, como lo evidencian algunas acciones del Gobierno de Macri en Argentina (designación en comisión a miembros de la Corte Suprema, el abuso de los DNU, la reforma de los requisitos para que aliados políticos asuman puestos claves de gobierno, etc.), sino que en algunos países parece agudizarse, como lo demuestra el caso de Brasil. La –inexorable– destitución de Dilma Rousseff a partir del impeachment iniciado este domingo representa un duro golpe a los fundamentos de la democracia liberal del gigante sudamericano. La decisión de apartar a Rousseff, y con ella al proyecto político del PT, además de afectar la soberanía popular (legitimidad en las urnas) también lesiona seriamente la calidad institucional de Brasil. Paradójicamente aquella endeble calidad institucional endilgada a los gobiernos de Lula y Dilma se pretende combatir desde el desapego a reglas básicas de la democracia liberal.
Como bien señaló Joseph Schumpeter (uno de los padres de la democracia moderna), este sistema permite a los actores políticos enfrentarse regularmente, bajo ciertas reglas generales de juego que son aceptadas por todos. Por eso esta competencia entre grupos o actores o partidos sobre la base del consenso en las reglas de la lucha política, es mejor que la “guerra” para destruir al enemigo, ofreciendo una condición más estable para la vida política civilizada.
Esta regla básica de la democracia parece haberse roto en Brasil el pasado domingo y pone en jaque el devenir democrático. La decisión de la Cámara de Diputados de iniciar el juicio fue claramente de naturaleza política alejándose de lo que la constitución prescribe para el proceso de impeachment. Las “maniobras contables” que se le imputan a Rousseff parecen estar lejos de encajar en el espíritu del denominado “crimen de responsabilidad” que indica la carta magna. Las palabras de la mayoría de los Diputados que votaron por el “Si” evidenciaron con claridad el carácter político de las acusaciones. Como mencionamos, la paradoja resulta que muchos de los sectores opositores que lograron iniciar el impeachment aplicaron el “veneno” que tanto rechazaron. Así, la voluntad política (y el poder de las matemáticas parlamentarias) de un importante sector de la clase política brasileña amparado en su visión del “bien común” se impuso por sobre la legalidad y legitimidad que requiere remover a un jefe de Gobierno. En otras palabras, hubo una interpretación laxa de las normas, instituciones y mecanismos para dirimir la disputa política: Los “fines” fueron contrarias a las “formas”. En definitiva, este triste antecedente no solo tiene efectos inmediatos en la vida política e institucional de Brasil. Un juicio político sin crimen de responsabilidad representa un jaque permanente a la democracia brasileña. El fantasma del impeachment será una “Espada de Damocles” siempre presente en el Palacio del Planalto, máxime en el presidencialismo por coalición brasileño. Ante la pérdida de capital político de cualquier futuro presidente, la tentación de apostar al cambio de gobierno estará a la orden del día.
La oposición brasileña parece haber acuñado la “democracia participativa” en detrimento de la tal halagada “democracia representativa” a la hora de dirimir la puja política. Uno de sus principales exponente como Fernando Henrique Cardoso argumentó hace algunos días que “la legitimidad del juicio político no emana del Congreso sino de la calle”. La democracia liberal en América Latina ha sido apuñalada una vez más, y esta vez de manera grave. Lo llamativo es que este el puñal no provino del populismo bolivariano, sino de la derecha liberal brasileña.