Opinión

Nazaret: la aldea de Jesús

Nazaret es uno de los lugares más famosos de la antigüedad, no por su belleza edilicia, ni por su esplendor cultural, ni por ser un centro político y comercial importante, sino por ser la ciudad donde vivió Jesús, quien es considerado por millones de personas a lo largo y ancho del mundo el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

 

 

Más allá de la polémica discusión a cerca del lugar de Nacimiento de Jesús, es decir, si nació en Belén como lo atestiguan los llamados “evangelios de la infancia” Lc 2, 6-7: “Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre, y María dio a luz a su Hijo Primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” y Mt 2, 1: “Cuando nació Jesús, en Belén de Judea”, para que se cumpliera la profecía de Miqueas 5, 1 que dice que el Jefe y Pastor de Israel saldría de allí, o en Nazaret según lo atestiguan otros pasajes de las escrituras (Mc 1, 9; Jn 1, 46; Jn 7, 40-42). No caben dudas que a Jesús se lo identifica con Nazaret, se lo llama Jesús de Nazaret, identificando de esta manera el lugar del que era originario.

 

 

Nazaret, en tiempos de Jesús, era una pequeña aldea afincada en las montañas de la Baja Galilea, a no más de 350 metros de altura con una escasa población entre 300 y 400 habitantes. Casi desconocida e imperceptible para los documentos de la época: no se la menciona en el Antiguo Testamento, ni en el Talmud, libro que contiene la recopilación de la tradición oral judía acerca de la religión y las leyes (Misná) y los comentarios a la Misná (Guemará). Esta referencia nos muestra lo pequeña que era la aldea y la poca importancia que tenía en ese tiempo.

 

 

 

Vida en clan familiar

Los habitantes de Nazaret vivían en casas pequeñas, de un solo ambiente, algunas de ellas excavadas en las rocas y otras construidas en piedra sin pulir o adobe, con techos de paja y barro, con pisos de tierra.

 

 

Estaban construidas alrededor de un patio común, como muchas de las casas de nuestro interior santiagueño, en torno a la figura paterna los hijos iban construyendo sus casas, compartiendo el patio, pero sobre todo la vida. En ese patio estaba instalado el molino para moler los granos y el horno de barro para cocinar los alimentos, allí las mujeres hacían el pan y lo horneaban, y los niños jugaban correteando de un lado a otro, mientras los adultos conversaban al calor del fuego.

 

 

En ese espacio compartido, rezaban las oraciones que los mantenían unidos al Dios liberador y de la Alianza.

 

 

¡Cuántas cosas habrá aprendido Jesús en esa familia grande, junto a sus padres y hermanos! ¡Qué lindo imaginar al Señor jugando en ese patio con los demás niños, compartiendo las tareas familiares comunes hasta llegar a la edad necesaria para comenzar su actividad laboral!

La familia de Jesús era extensa, más allá de lo que muchos puedan pensar que estaba reducida a José y María. Los evangelios nos dicen en Mc 6, 3 “¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón?, ¿No están sus hermanas aquí con nosotros?”

La familia era fundamental para la supervivencia de las personas, en ella se aprendía todo lo necesario para la vida y se garantizaba el aprendizaje y la inserción al mundo del trabajo.

 

 

Esta fue la vida de Jesús, en medio de campesinos que cultivaban la tierra: el trigo y la cebada; producían aceite de los olivos y vino de las vid plantadas en las terrazas que habían construido en la ladera de las montañas. El compartir sus gozos y sus tristezas lo marcó para toda la vida. Él entendía muy bien lo que era trabajar de sol a sol para alimentarse escasamente y pagar las deudas. Muchas de esas personas vivían sumidas en la desnutrición, asoladas por enfermedades propias de la pobreza y se morían jóvenes; la edad promedio de vida era menor a los 40 años.

 

 

Aunque la profesión de Jesús era “artesano”, obrero de la construcción, aprendió todo lo referente al trabajo agrícola y adquirió conocimientos propios de la vida en contacto con la naturaleza. A partir de esas experiencias le hablaba a la gente de Dios y su Reino que había llegado: “El sembrador salió a sembrar” (Lc 13, 3), “El Reino de Dios se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo” (Mt 13, 24), “El Reino se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo” (Mt 13, 31), “Aprendan esta comparación tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano” (Mc 13, 28), “no hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos, cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas” (Lc 6, 43-44). Y tantas otras comparaciones extraídas de la vida cotidiana.

 

 

El haber vivido en una familia extensa le dio la posibilidad, cuando comenzó su ministerio público, de abrirse a los demás, es decir, de trascender la familia de sangre para hacer de todos, especialmente los necesitados, su propia familia: “Y dirigiendo su mirada a los que estaban sentados alrededor de Él, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mc 3, 34). La familia del Profeta de Nazaret está formada ahora por los que cumplen la voluntad de Dios, a quienes el Padre ha revelado los misterios del Reino.

 

 

Jesús fue criticado al haber abandonado la familia y vivir de manera itinerante para buscar a Dios y discernir su voluntad. Este comportamiento ponía en entredicho el honor de la familia. Incluso, ellos pensaban, que los deshonraba: “Jesús regresó a la casa, y de nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer. Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo porque decían: Es un exaltado” (Mc 3, 20-21).

Sin embargo, y a pesar de esta incomprensión, su familia aprenderá de Él y junto a los demás discípulos serán sus seguidores: “Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y sus hermanos” (Hechos 1, 14).

Jesús aprendió de niño a vivir la fe en familia y luego su familia aprendió de Él a conocer el verdadero rostro de Dios.

 

 

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