Hay quienes postulan que la existencia de la universidad privada se justifica principalmente por su potencial de innovación y excelencia en el sector educativo. Que es este sector de la educación superior el que sostiene el valor de la “descentralización”, la “diversidad” y, fundamentalmente, la “competencia interinstitucional”.
A menudo se presentan varios argumentos que intentan demostrar por qué las universidades privadas resultan ser más eficientes que las públicas. Así, se sostiene que el costo por graduado de las públicas es incluso mucho más alto que el de la privada más cara del país. Sin embargo, vale decir que este indicador es un tanto sesgado. Si bien es metodológicamente válido, las únicas formas de mejorar el costo por graduado resultan ser la ampliación de la cantidad de graduados, la reducción del volumen presupuestario o la ejecución de ambas. Lamentablemente, la historia muestra que este tipo de razonamientos funcionaron más como argumentos al servicio de achicar el denominador de este ratio (el presupuesto), más que, como sostiene Julieta Claverie, investigadora de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, en una reciente nota en Clarín, para “cuestionarse a sí misma, en cuanto a las prácticas de enseñanza que reproduce y las estrategias que aplica para favorecer la permanencia y la graduación”.
Más allá del análisis histórico, la mención aislada de este indicador desconoce otros factores de suma importancia, como las demandas presupuestarias específicas de cada campo disciplinar debido a las diversos modos de producción y circulación del conocimiento en cada disciplina. En este sentido, se sabe que las disciplinas vinculadas a las Ciencias Naturales y Exactas (por ejemplo, Física, Química, Computación y Biología) y sus sub-áreas específicas exigen grandes inversiones en laboratorios, insumos e infraestructura. Es por eso que son muy pocos los casos en nuestro país en los que encontramos universidades privadas con unidades académicas vinculadas a estos campos del conocimiento. Es claro que estas carreras y unidades suben el costo por graduado de la universidad pública con respecto a la privada, pero nadie sería capaz de pedirle a las privadas que hagan ese tipo de inversiones porque no hay aranceles ni donaciones suficientes que puedan sostener esos costos.
La alternativa restante sería entonces la resignación de la formación de ciudadanos en estos campos. No obstante, si en la sociedad del conocimiento, la competitividad y la productividad se juegan, principalmente, en “las cocinas” de la tecnología y la investigación, esta alternativa no parece ser la mejor opción. Con respecto a la eficiencia, también resulta extraño que se reconozca la competencia institucional como un valor para la innovación del sector educativo.
Afortunadamente, muchos otros argumentos “justifican” la existencia de la muy valiosa universidad privada, aunque tales términos sean poco precisos para hablar del sector educativo. Si “existir” es tomar conciencia del ser, entonces muchas universidades privadas (y públicas) deben reconocer y trabajar por su alta calidad educativa, la formación de ciudadanos íntegros y la producción del conocimiento. Son esas premisas las que sostienen su existencia, más que la competencia o el sistema de premios y castigos de los estudiantes. Quizás la competencia no es ingrediente de todas las buenas recetas.