Opinión

¿Cuánto tiempo más llevará?, la pregunta básica a resolver

Los cambios culturales son procesos sumamente complejos, de larguísima duración, para nada lineales y cuyo destino final casi nunca puede ser planificado con antelación y/o conducido con certeza, mucho menos con precisión. Es ingenuo pretender que una sociedad pueda modificar fácil o rápidamente hábitos, prácticas, formas de vida, ideas e incluso instituciones formales e informales. Mucho más peligroso es suponer que semejante experimento puede resultar exitoso sin que queden absolutamente claro los nuevos contornos, los resultados efectivos de la mutación que se pretende generar. Más aún, es imprescindible contar con un consenso explícito, formal y conducente con los actores más influyentes, sobre todo aquellos que tienen la capacidad para vetar los cambios propuestos y/o desviar el curso de los acontecimientos.

 

Aunque un proceso de cambio sea efectivamente exitoso, es imposible pretender que se trate de una experiencia coordinada, apacible y ausente de tensiones. Por el contrario, como en todo proyecto político, se multiplican los problemas característicos de esta peculiar actividad humana (diferencias de ideas, métodos, celos personales, competencia por influencias, cargos, acumulación de poder). A menudo, los problemas del cambio surgen dentro del propio grupo que los promueve y gestiona, sobre todo debido a cuestiones de coordinación. Asimismo, por lo general constituyen experiencias originales, con desafíos totalmente distintos a los que sus protagonistas enfrentaron antes, con lo que es inevitable que haya un proceso de aprendizaje. Variedad. Las reacciones a los cambios tienen una intensidad y una efectividad muy variada, pero nunca debe subestimarse el peso de la inercia, el valor de las tradiciones, la importancia de los símbolos y otras prácticas que conforman y definen el sentido común de una sociedad o de un grupo determinado.

 

Uno puede querer cambiarlos por su ineficiencia, disfuncionalidad o claro perjuicio en términos del interés general, pero jamás suponer que el resto de los actores relevantes de un sistema habrá de alinearse con esa pretensión, a pesar de que se cuente con la legitimidad y los recursos necesarios. En efecto, la gestión del cambio constituye una empresa increíblemente intrincada, donde la abundante teoría tiende a perder importancia frente a realidades que son siempre más caprichosas de lo que asumen quienes se embarcan en procesos de transformación. Uno de los elementos más importantes, además del consenso, es construir la reputación respecto de la capacidad de llevar adelante los cambios propuestos.

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