Opinión

El escándalo de la Aduana, las mafias y el contrabando

En las últimas semanas, salió a la luz el escándalo de las mafias enquistadas en la Aduana Nacional. Lamentablemente, el fenómeno no es nuevo, aunque parece que algunos recién descubren la magnitud del fraude organizado por los que supuestamente deberían controlar el ingreso de mercancías al país. El problema reside en que aduana y contrabando son dos conceptos inseparables, ya que si no hubiera aduana no habría contrabando. De todos modos, la mayoría de los países, con la excusa de proteger las economías nacionales, han encontrado en las aduanas una de sus principales fuentes de ingreso. Claro que, aquellos que están encargados de realizar los controles, se han convertido en los principales contrabandistas de la historia. Al tener la facultad de actuar arbitrariamente, autorizando o rechazando los productos que pueden ingresar al país, disfrutan de en una posición privilegiada para obtener rentas extraordinarias.

 

Uno de los casos históricos más destacados de este tipo de comportamiento fue el que se dio en las colonias españolas entre los siglos XVI y XVIII. Todo producto que se comerciaba en América debía tener el visto bueno de los burócratas de la Casa de Contratación con sede en Sevilla. Ello se complementaba con la existencia de un mercado monopólico en el cual sólo podían participar los comerciantes autorizados a tal fin. Así, para poder ser parte del comercio colonial había que obtener contactos que permitieran ejercer en ese ámbito, o directamente actuar como meros contrabandistas, quienes por el sólo hecho de comerciar sin autorización, caían automáticamente en la ilegalidad, sin importar qué tipo de productos comerciaran. La cantidad de controles y obstáculos que se establecieron en aquellos años hacían prácticamente imposible poder participar legalmente en el comercio. Así las cosas, los mejores negocios florecían a la sombra de la burocracia colonial, recaudándose rentas obtenidas extraordinarias, que despertaron la codicia de los propios burócratas que debían controlar ese comercio ilegal.

 

Esto fue lo que motivó que, al poco tiempo, fueran los propios funcionarios reales los que empezaron a alimentar el contrabando, beneficiándose de los obstáculos que ellos mismos creaban. La posición privilegiada que tenían les permitió recibir coimas o autorizar envíos “especiales” bajo argumentos espurios que le venían como anillo al dedo. Una de las modalidades más utilizadas era inspeccionar barcos que declaraban mercancías por 300 toneladas, cuando en realidad llevaban el doble. De este modo, se tributaba por la mitad de lo transportado, obteniéndose ganancias del 300% sobre el resto de la carga; este mismo procedimiento se aplicaba a los barcos que regresaban desde América. Todas estas triquiñuelas permitieron el excesivo enriquecimiento de las elites burocráticas que, supuestamente, se encargaban de controlar el comercio colonial. Este sistema, hacia finales del siglo XVIII, representaba dos tercios de todo lo que se comerciaba, provocando que la dinastía borbónica, que se haría cargo de la corona española a partir de 1700, impulsara una serie de reformas con el objeto de terminar con la corrupción.

 

En lugar de preguntarnos por qué hay contrabando en la aduana, deberíamos preguntarnos por qué el Gobierno debería intervenir (prohibir) el comercio entre particulares, que deciden intercambiar bienes libremente sin perjudicar a nadie. Cada vez que el Gobierno otorgue la potestad de autorizar o prohibir la entrada de algún producto del exterior, surgirá la corrupción de aquel, que gozando de ese poder discrecional se aprovechará de la ocasión, ya sea cobrando coimas o importando directamente por su cuenta esas mercancías prohibidas. Mientras el sistema no cambie y se abra la economía, estos funcionarios seguirán siendo los únicos que obtengan rentas extraordinarias

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