Opinión

La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción

Hace pocos días, la Sala II de la Cámara Federal de La Plata resolvió el caso “Miralles”, en el cual por primera vez en la historia jurídica de nuestro país se declaró la imprescriptibilidad de los delitos contra la administración pública (corrupción). El voto del juez Leopoldo Schiffrin, al que en parte adhirió la jueza Olga Ángela Calitri para conformar la mayoría, citó en apoyo de su decisión una columna que publiqué en noviembre de 2015, en la que reflexioné sobre la propuesta de algunos sectores políticos –en el marco de las elecciones presidenciales– de establecer por ley dicha imprescriptibilidad.

 

 

La decisión de la Cámara generó interesantes discusiones en la opinión pública y en la academia: el rol de las convenciones internacionales; las críticas de que la imprescriptibilidad viola el derecho a ser juzgado en un plazo razonable o que es un incentivo negativo para la agilidad de los procesos; los límites de la reforma que en 1999 dispuso la suspensión de la prescripción mientras cualquiera de los imputados esté en ejercicio de un cargo público; los datos empíricos recolectados en materia de prescripción de casos de corrupción; las comparaciones con los crímenes de lesa humanidad; la necesariedad e insuficiencia de la imprescriptibilidad ante un proceso penal obsoleto y una justicia cómplice, etc. Abordé estos temas en la columna citada, por lo que a ella me remito. En las líneas que siguen, en cambio, destaco los principales aspectos positivos y negativos de un fallo que, más allá de la profunda emoción personal, debe ser analizado con objetividad.

 

Para empezar, consideremos los hechos. En la causa, iniciada en 2003, se investigaba al ex juez federal de La Plata, Julio César Miralles (fallecido), sospechado de actuar junto a dos abogados y un médico para resolver favorablemente amparos para retirar fondos retenidos en el “corralito financiero”. La maniobra importaba el uso de certificados médicos falsos para fundamentar la urgencia del pedido, la selección irregular del juzgado de Miralles y el dictado expedito del fallo a favor del amparista, a cambio de un honorario del 40% de lo recuperado, de lo cual se denunció que el 20% correspondía al soborno que, se sospecha, se le pagaba al magistrado.

 

 

Si bien Miralles falleció, la causa siguió contra los abogados y el médico, que en 2004 fueron llamados a prestar declaración indagatoria. No obstante, ese acto procesal inicial nunca pudo llevarse a cabo debido a que: (a) los imputados interpusieron recursos solicitando la prescripción de la acción penal, lo que derivó en el fallo bajo análisis; y (b) el fiscal de primera instancia está siendo investigado por haber fragmentado la causa (imputando a los abogados y el médico por delitos menores), dilatarla, no apelar, etc. Además, según indica el juez César Álvarez, la causa estuvo en condiciones de ser resuelta por la Cámara Federal desde 2007. De confirmarse, ello implicaría que el mismo tribunal que declaró imprescriptible la corrupción demoró 9 años en dictar sentencia en una causa de corrupción.

 

 

Pasemos ahora a los fundamentos. El juez Schiffrin considera el argumento de que la corrupción es un delito de lesa humanidad, pero lo rechaza en consonancia con mi posición. No obstante, luego sostiene, en parte sobre la base del núcleo de mi planteo en favor de la imprescriptibilidad (dirigido a otra cuestión), que existe un “sistema regional de persecución e imprescriptibilidad” entre los países que firmaron las convenciones regionales e internacionales contra la corrupción. Este punto es equivocado. Como indiqué en aquella columna, ni la Convención Interamericana Contra la Corrupción ni la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción obligan a los Estados suscriptores a establecer la imprescriptibilidad.

Por lo demás, mi postura favorable a la imprescriptibilidad era significativamente más limitada, por dos motivos. Primero, porque como bien lo señala el magistrado, era un argumento “de lege ferenda”, no “de lege lata”: se trata de lo que creo que el derecho debería establecer, no de lo que ya establece (ni en convenciones internacionales ni en la CN). Segundo, pues el tratamiento especial que en mi visión ameritan estos hechos -y que cita el juez Schiffrin- no se vincula con su gravedad, sino con que,al igual que los delitos de lesa humanidad, la trata de personas y los delitos contra la integridad sexual cuando la víctima fuere menor de edad (también imprescriptibles), tienen características particulares que dificultan o impiden instar la acción penal en los plazos legales comunes.

 

 

Pero el voto de Schiffrin no se funda en esa lectura de las convenciones, sino en una interpretación amplia del art. 36 de la Constitución Nacional (en adelante CN). El juez extiende la imprescriptibilidad que la norma sí dispone respecto de las acciones contra quienes usurpen funciones de las autoridades constitucionales como consecuencia de actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático (párrafo 3°), a los graves delitos dolosos contra el Estado que conlleven enriquecimiento, a los que la CN considera atentados contra el orden democrático, pero para los que no prevé la imprescriptibilidad (párrafo 5°). Además, sostiene que la imprescriptibilidad no se aplica a todos los hechos de corrupción, sino sólo a los de carácter grave, umbral que sugiere determinar de acuerdo al monto de la pena y a los factores que identifico en mi columna de 2015.

La corrupción no es, per se, una violación de derechos humanos, sino que puede implicar (no siempre) violaciones directas o indirectas a derechos humanos. Además, la corrupción estructural es selectiva, pues afecta en forma desproporcionada a grupos vulnerables.

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