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El Mundo

"Me quedó claro que yo era un hijo de Dios como cualquier otro"

Diego Neria Lejárraga, el primer transexual recibido en el Vaticano, invitado por Francisco

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Crédito: Imagen Web

En lugar de una foto personal, en Whatsapp tiene una caricatura del Papa Francisco como Superman con una gran F en el pecho. El español Diego Neria Lejárraga, el primer transexual recibido en el Vaticano, contó a Página 12 que aquel encuentro lo reconcilió con la Iglesia Católica. “Yo no buscaba disculpas. Buscaba respuestas”, dijo conmovido. Fue en 2015. Francisco lo llamó a su celular, sin intermediarios, para invitarlo. Desde entonces continuaron teniendo una relación cercana. “Me quedó claro que yo era un hijo de Dios como cualquier otro, con los mismos derechos y obligaciones”, agregó, en diálogo desde Hervás, un pueblo muy pequeño de la comunidad autónoma de Extremadura, en el centro oeste del país, donde vive. ¿Cómo se gestó ese encuentro? ¿Qué lo motivó?

Diego tiene 58 años. Es funcionario de la seguridad social. Desde pequeño se sintió varón, aunque lo bautizaron con nombre femenino. “Yo aborrecía la ropa de niña, solamente quería juguetes de niño”, cuenta a Página 12. A los Reyes Magos les pedía “un pene” para ser “como los demás niños”, recuerda. Por aquella época, en Espala, “a los maricones se los metía en la cárcel” así que la “transexualidad para mí era ciencia ficción”, dice.

Nació en un pueblo que se llama Plasencia, también de Extremadura. Su familia siempre fue muy creyente, educada en la fe católica, muy conservadora, y de buen pasar económico. Su padre, ahora ingeniero jubilado, trabajaba para la petrolera Shell, y su madre siempre fue ama de casa.

“Entonces, claro, imagínate el dolor de unos padres… La incertidumbre, por un lado, y el dolor de que alguien te está pidiendo algo insistentemente y no se lo puedes dar”, apunta Diego.

Por entonces “yo era un crío, que lo único que quería era jugar con los niños como los niños y actuar como el niño que me sentía, ¿sabes? Y ahí no te das mucha cuenta de lo que pasa porque tu cuerpo todavía está sin nacer. El problema viene después, en la adolescencia. Ahí es donde viene la guerra absoluta interior”, agrega.

Hubo dos hechos que le generaron mucho enojo contra la Iglesia Católica. El primero, cuando iba a la escuela primaria, y una monja le pegó una bofetada un día que él contó que le gustaba una niña. El golpe “me tiró contra una pared y me abrió el labio”. Las monjas lo convirtieron en un paria: alertaron a los padres de sus compañeras para que les prohibieran ir a jugar con él. “Imagínate el aislamiento que eso te provoca. Fue horrible lo de las monjas, fue un espanto”, recuerda.

--¿Hablaste con tus padres sobre tu identidad?

--Mi madre era una mujer súper abierta dentro de la educación férrea que su padre, mi abuelo, le había dado. Entonces, no hizo falta que hablara con ellos. Como transexual, me dolía más lo que ellos pudieran sufrir por mí que lo que yo sufría. Entonces lo que hacía era evitarles el dolor en todo lo posible.

Diego contó que pasó muchos años de su adolescencia sin amistades, aislado, recluido en el campo, acompañado por sus perros y sus caballos. “A mis padres les decía, que había estado con amigos, pero la verdad es que estaba solo”.

Así creció. “La gente me decía marimacho, me insultaba. Pero yo eso no lo he tenido en cuenta nunca, el problema era el dolor interior. Yo no sabía lo que era un espejo, no podía mirarme a un espejo, no podía ir a una piscina, no podía ir a la playa, siempre iba con las camisetas anchas y no me podía bañar, porque si me bañaba las vendas con las que comprimía mis pechos se mojaban, imagínate. Entonces lo que decidieron mis padres fue comprarme una casa soñada, maravillosa, y me construyeron una piscina en el jardín para mí solo. Mi madre me decía, 'métete que no te ve nadie', y yo le decía: 'mamá, el problema no es que me vea alguien, el problema es que me veo yo'”, recuerda a este diario.

Su madre, que tenía problemas renales graves, le pidió que esperara a que ella se muriera antes de someterse a una operación para quitarse los pechos como él quería: “Físicamente, he tenido siempre un aspecto muy masculino. Pero como tenía pecho, llevaba siempre unos vendajes compresores para que no se notara”. Diego esperó entonces ese momento para iniciar su transición: primero se hizo la mastectomía y luego comenzó con un tratamiento hormonal con testosterona e hizo el cambio registral del nombre. Lo hizo recién a los 40 años. Cuando su madre falleció se dio cuenta de que ella había sufrido en silencio también. Como él.

“Habíamos llorado en habitaciones separadas, y ese fue nuestro problema. Cuando nos encontramos en casa siempre había una sonrisa como si aquí no pasa nada y fue un error: yo siempre recomiendo a las familias de alguien que haya pasado por donde yo pasé que cuando tengan que llorar, que lo hagan juntos, porque posiblemente no es lo mismo”.

El segundo episodio violento que vivió de parte de un religioso fue ya cuando era adulto. Y fue el que lo empujó a escribirle al Papa Francisco. En su pueblo, Plasencia, una mañana que él había sacado a dar un paseo a su perro, antes de ir a trabajar, se cruzó con un cura conocido del lugar: “Me empezó a insultar y me dijo: 'Tú eres una hija del diablo'. Además, me llamó hija, cuando yo ya estaba reasignado y lo sabía todo el pueblo. Y luego me dijo: “Estás condenada, te vas a quedar en las llamas del infierno”.

Diego cuenta que no supo reaccionar. Se dio la vuelta pero el sacerdote lo siguió insultando.

Todo el dolor --y el enojo-- que le causó esa escena, lo volcó en un papel. “Yo no podía ir a una iglesia porque me miraba todo el mundo mal. No podía ir a misa, no podía comulgar, no podía hacer nada como católico practicante. Nada. Se me había negado todo porque era como un apestado. Y entonces ese día fue como un límite. Me dije: alguien tiene que explicarme esto, por qué es incompatible con que tú tengas el gran esfuerzo de meterte en un quirófano para poder arriesgar tu vida, para poder sentirte tú. A esta gente ¿eso qué les importa? Si yo sigo siendo la misma persona, si yo sigo siendo católico, porque una cosa es la institución y otra cosa eres tú. Mi fe ha sido inquebrantable y no han podido con ella y no van a poder. Entonces me puse a escribir, a escribir, a escribir”.

Cuando terminó su catarsis pensó que alguien tenía que leerla. “¿Qué hago? Y pensé, joder, he visto al Papa diciendo preciosidades, que en mi vida no me hubiese imaginado que iba a decir un Papa, hablando bien de los homosexuales, de las madres solteras, de los sintechos, de los inmigrantes. Y dije: a este hombre se lo voy a mandar porque seguro que lo entiende”.

Diego buscó en Google la dirección del Vaticano, y el código postal, y mandó la carta a Roma convencido de que nadie la leería.

Unos tres meses y medio después recibió un llamado inesperado. Apareció en su celular como un número privado, sin identificación. Era la hora de la siesta, del 8 de diciembre de 2014, día de la Inmaculada Concepción. Del otro lado invocaron su nombre:

--¿Diego Neria Lejárraga? --e preguntó su interlocutor.

Se lo preguntó varias veces. Pensó que era un vendedor de telefonía celular.

--Soy el Papa Francisco --le anunció la voz del otro lado.

Diego desconfió, pensó que era una broma. Y empezó a perder la paciencia por la insistencia del aquel hombre.

“Cuanto más insistía él, más me enfadaba yo, y cuanto más me enfadaba yo, más se reía él. Hasta que me dijo: 'Vamos a hacer una cosa, tengo en mis manos la carta que me mandaste'”.

Poca gente en el entorno de Diego sabía que la había enviado.

--Yo me callé y me dijo: “Es más, para que me termines de creer, te voy a leer un fragmento de ella”. Y me lo leyó. Y ahí, empezó el cambio de vida.

Francisco lo llamó sin intermediarios, como ha hecho con otras personas --ignotas y desconocidas-- a las que quiso invitar al Vaticano. Un par de semanas después, antes de la Navidad, Francisco volvió a llamarlo. Y quedaron en que el encuentro en su residencia de Santa Marta sería el 25 de enero de 2015. Lo acompañó Macarena, su pareja de entonces. Y compartíeron con Francisco una hora y media. “Si ya te lo comías en la tele cuando le veías hablar, o le veías sonreír, tenerlo delante de ti, a medio metro, a solas, tranquilamente, sin prisa, era ya pisar el cielo, que es lo que yo hice esa hora y media”, contó Diego.

--¿Y de qué hablaron?

--Los detalles me los guardo. Hablamos de muchas cosas porque la transexualidad se tocó poco. Él lo tenía muy claro. Yo no buscaba disculpas, buscaba respuestas. De la charla, me quedó claro que yo era un hijo de Dios como cualquier otro, con los mismos derechos y mismas obligaciones. Que no estaba en el pecado mortal en el que me había vendido la curia añeja que tanto daño ha hecho. Me hizo sentir como una persona normal, con todo el derecho de visitar la casa de Dios. Eso para mi develó un montón de dudas. Te pasas toda la vida pensando que como católico estás haciendo mal… Me di cuenta de que el Dios en el que yo creía era el mismo en el que creía Francisco, un Dios comprensivo. Si tenés ganas de comulgar, me dijo, vete a otro lado, siempre vas a encontrar quien te dé la comunión. Y me regaló una frase que no la voy a olvidar jamás, maravillosa: “A partir de ahora, cuando alguien te rechace, piensa que el problema está en su cabeza y no en tu corazón”.

Aquel encuentro fue el puntapié para Diego para escribir el libro El despiste de Dios.

Su hermana le dio el lunes último la noticia del fallecimiento de Francisco. Aunque intuía que estaba ya en sus últimos días, fue para Diego “un balde de agua fría”. “El caía bien porque era cercano. Pisaba un suelo real, el mismo que pisamos todos. Le importó la gente que lo necesitaba, los de abajo, a los que la institución nos ha machacado, nos ha hecho daño. Es lo que él quería reparar”, dice y se despide.

Con información de Página 12

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