El lavatorio de los pies es uno de los últimos gestos que realizó Jesús y fue adoptado por la Iglesia naciente, y lo ha repetido a lo largo de los siglos. Algunos testigos del momento primordial lo sitúan antes de la institución de la Eucaristía, en la que será la última cena de Cristo con los suyos, para zanjar, además, una discusión que se había producido entre los discípulos del Maestro sobre quién tenía más jerarquía, y, por lo tanto, más peso en las iniciativas que el grupo de los primeros seguidores estaba proyectando. El significado de lavar los pies lo explica Juan, testigo y autor de uno de los evangelios: Cristo es el Bien más valioso, los demás están subordinados y siempre en función del bien primario.
Desde entonces los cristianos de todas las latitudes han repetido este gesto de significado inequívoco. Lo han repetido con creatividad y al mismo tiempo en una esencial imitación del momento original, en cualquier lugar donde haya comunidades cristianas y al menos un sacerdote.
En Argentina se ha vuelto paradigmático el momento en que Bergoglio lavó los pies a siete jóvenes de la primera casa de rehabilitación que él mismo había inaugurado en una villa miseria de Buenos Aires, la Villa 21. Todavía se lo puede ver en un video - que sigue estando en la red para la memoria de la posteridad - cuando se arrodilla, levanta los pies y los besa, acompañado por el padre Pepe di Paola, que le ofrece la jarra de agua y la toalla. En aquella oportunidad pronunció palabras severas contra los nuevos traficantes de esclavos que pretenden usar a los jóvenes como carne de cañón; su castigo – dijo alzando la voz como los profetas del Antiguo Testamento – será terrible. Usó entonces una palabra que se haría popular en la jerga papal y se escucharía muchas veces a lo largo de su pontificado: los descartados, los marginados, los despreciados por la sociedad, aquellos que no son útiles al sistema establecido, el político y social, incluso el más cercano del barrio. “Cuando alguien dice que soy un Papa villero, solo rezo para ser siempre digno de ello”, recordaría aún hoy en las páginas de su biografía Esperanza.
Desde entonces los pies han cambiado, se han convertido poco a poco en los de mujeres en peligro de trata, presos, enfermos, jóvenes de la calle, drogadictos, migrantes en riesgo de expulsión…, pero no el significado: afirmar que Cristo y solo Él es el Señor de la vida y que en su memoria la Iglesia cuida de la humanidad herida por el pecado y sus consecuencias.
Los pies de este año, que serán lavados por la 2025ª vez, según la convención del calendario romano, serán los de los abuelos, que no son sólo ancianos, una categoría bastante genérica en cuyo interior caen como manzanas en una canasta todos los que han cumplido la fatídica edad de sesenta y cinco años, sino en su mayoría jubilados, y, por lo tanto, personas que viven del reconocimiento del trabajo que han realizado a lo largo de su vida o de una subvención del Estado concedida por ley para complementar la que les correspondería. Esa categoría cuya fuente de sustento se ha ido erosionando progresivamente en los últimos años, con todo lo que eso significa en términos de calidad de vida. Los nuevos marginados, en definitiva, los descartados de la Argentina de hoy.
Ellos son los que este año la Iglesia argentina, o buena parte de ella, ha decidido poner en el centro de las celebraciones del Jueves Santo. Las dos ceremonias simbólicas del lavatorio de los pies se celebrarán en Buenos Aires y Santiago del Estero, la ex sede primada y la heredera del título, y las llevarán a cabo sus respectivos obispos en la parroquia Virgen Inmaculada del barrio Soldati de la capital y en la parroquia Nuestra Señora de Lourdes de La Banda, en Santiago del Estero.