
Hasta el mismo momento en el que asumió Mauricio Macri, y desde hace varios años, especialmente desde mediados de 2007, en Argentina no se podía hablar de inflación.
Tal es así que tanto consultoras privadas como el Congreso Nacional debieron elaborar sus propios índices, ya que el organismo oficial encargado de ese trabajo, el INDEC, sólo publicaba lo que desde el Ministerio de Economía le decían que debían publicar. Basta con recordar el triste episodio del ex ministro Hernán Lorenzino cuando al ser entrevistado por una periodista griega, y ser consultado por el sistema de medición del INDEC, lanzó la tristemente célebre frase “me quiero ir”.
La realidad dice que en Argentina hubo, hay y habrá inflación por algún tiempo, eso es innegable, como también es innegable que la padecemos desde hace casi una década de manera geométrica.
Tal es así que nuestro país ocupa el segundo lugar en el ranking inflacionario latinoamericano, sólo superado por Venezuela.
¿A qué se debe esto? No es ningún secreto: como sabe cualquier estudiante de economía de primer año, la inflación se produce por el déficit fiscal, esto es gastar más de lo que se recauda.
Dicho esto en otras palabras, hubo un excesivo gasto público que, para ser cubierto, se lo hizo a través de la impresión de moneda. Lo que todos los argentinos conocemos muy bien y acertadamente llamamos “papelitos de colores”.
No es una historia nueva para nosotros, sino todo lo contrario, sólo que, en esta oportunidad, al excesivo déficit fiscal, que fue de casi un 8% en 2015, le debemos agregar una enorme presión tributaria, la más grosera de la historia.
Otro factor a tener en cuentaen la variación de precios actual es el reacomodamiento reprimido por el ficticio retraso cambiario que el gobierno anterior usó como “ancla” inflacionaria.
A esto, debemos agregar algo que es muy común para los argentinos, que es la inflación generada por expectativas. Esto es, lisa y llanamente, que entre los meses de octubre y noviembre de 2015, sabiendo que se iba a blanquear el precio real del dólar, tanto productores como comerciantes “aumentaron por las dudas”. El famoso “colchón de precios”.
Por último, debemos mencionar que los precios de los productos no se determinan por los costos de producción de los mismos, sino que dependen del valor que el mercado está dispuesto a pagar por ellos.
Es erróneo creer que los costos determinan los precios de venta, y ello es tan claro que muchos no lo pueden ver. Son los ingresos que se obtienen los que determinan hasta dónde se pueden soportar los costos que insumen producir.
Es igual que en una economía doméstica: se gasta (costos) en función de los ingresos (precios) que se obtienen. Nunca es al revés.
Actualmente, nos encontramos con un descontrol de precios, exceso de liquidez y falta de oferta, lo que hace que tengamos una inflación del 38%, y un dólar a casi $16, que es prácticamente el daño que hizo el “dólar mentira” de 9,50 pesos en la gestión anterior.
Todo esto generó un entorno especulativo, y si a esto sumamos el mal denominado “tarifazo”, —ya que en realidad, si bien el aumento de tarifas incide en la economía familiar las tarifas siguen siendo bajas— vamos a tener un semestre muy ajustado, a lo que debemos agregar que el ministro de Energía anunció un inminente aumento a las tarifas por el suministro de gas.
Y es aquí donde encontramos la gran disyuntiva. Algunos economistas sostienen que estos aumentos deberían hacerse de manera gradual; por ejemplo, en el primer bimestre un 200%, en el segundo un incremento del 150% y en el tercero y definitivo un 500%, lo que llevaría que a fines de julio haya un aumento escalonado.
En cambio, otros sostienen que el incremento de tarifas se debe hacer de una sola vez. Sólo se tiene una oportunidad, (costo político) y no se puede fallar. Luego ya no existe margen para hacerlo.
O lo tiene que hacer otro, que es, ni más ni menos, lo que está haciendo ahora el gobierno de Macri, buscando solucionar el terrible e inédito descalabro que nos legó el gobierno de CFK, quien desoyó por completo las bases fundamentales sobre las que su marido construyó su periodo presidencial: tipo de cambio competitivo, superávit fiscal y superávit comercial.
Nada más y nada menos que lo que el actual Gobierno intenta hacer.