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Opinión El mapa jura que El Zurdo es una localidad, trazada con un punto, bastante grueso por cierto

Mi primera obra pública en el sur de nuestro país

Walter Duer

Bastión Digital

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Obra Crédito: Cartel indicador en la Ruta 40

Si uno mira con atención el mapa de la Ruta 40, en especial el fragmento que une El Calafate con Río Turbio, jura que El Zurdo es una localidad: está trazada con un punto, bastante grueso por cierto.

 

 

Sin embargo, una vez allí, el conjunto urbano se compone de un hito puesto por la gente de Gendarmería, un cartel vial que indica la llegada a El Zurdo y un puente sobre un río que camina cansino hacia alguna dirección.

 

 

Algunos kilómetros en dirección al mar se encuentra seguramente la estación ferroviaria Comodoro Py, del ferrocarril que se inauguró en 1951 para llevar el carbón de Río Turbio hasta el puerto, que terminó siendo un ramal de pasajeros y que hoy se usa cada muerte de obispo, siempre y cuando sea cierto que los obispos son muy irregulares en el tiempo cuando se trata de morirse.

 

 

A pesar de que estaba buscándola, no lo pude corroborar: debía adentrarme estancia adentro, tal como lo había hecho en la vecina La Sofía, que esconde los andenes de Ingeniero Cappa. Pero aquí no tuve la suerte de allá.

 

 

En La Sofía, justo frente a una tranquera cerrada y poco amistosa (“Terminantemente prohibido el ingreso sin autorización”) había estacionada una camioneta, tal vez el único otro vehículo fuera del Renault Clio que yo manejaba, en varios kilómetros cuadrados a la redonda.

 

 

En la cabina, un hombre de ademanes toscos me extendió la esperada autorización: “Pase, pero no acampe adentro”.

 

 

Luego de diez kilómetros de camino serpenteante, un lago, un breve campamento de YCRT (los yacimientos carboníferos) y la ansiada estación, pintada de color rojo, totalmente anodina. De una de las casillas del campamento salió un hombre para mirar mi auto. Tal vez hacía días que no veía otra persona. Tal vez, sólo buscaba desafiarme.

Nada de eso ocurrió en El Zurdo: ni otro vehículo ni otra persona aparecieron para ayudarme.

 

 

El viento parecía decidido a voltear el Clio, por lo que no quedaba alternativa que seguir adelante, surfeando arriba de ese ripio de piedras gigantescas que dificulta que las ruedas se asienten sobre el suelo.

 

 

A diez kilómetros del mojón de Gendarmería, el camino había desmejorado lo suficiente como para hacerme cuestionar qué cornos hacía yo ahí.

Los guanacos pastaban como si hubiera pasto, indiferentes a mi andar.

 

 

Los ñandúes, en cambio, salían corriendo: evidentemente, vislumbraban oscuras intenciones ñanducidas en mi conducta.

Justo cuando parecía que las cosas no podían empeorar, empeoraron: el camino quedó completamente anegado por un charco gigantesco, tan profundo como para empantanarme si intentaba atravesarlo. Miré hacia atrás: una centena de kilómetros que me habían tomado horas de manejo y que no quería repetir.

 

 

Miré hacia delante: la incertidumbre total (el mapa indicaba que el ripio seguía infinitamente, pero para mi sorpresa, a los pocos kilómetros, mutó en un asfalto nuevo e impecable). Miré hacia los laterales y no dudé: me puse a patear las montañitas de barro adyacentes al camino para producir un tapón tan alto que las ruedas del Clio pudiesen pasar sobre él sin hundirse.

 

 

Fue, entre tantos trabajos que hice en mi vida, mi primera obra pública en el sur argentino.

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