
El feminismo, como ideología y como movimiento político, ha sido un producto de la filosofía liberal que se encuentra en el corazón del sistema capitalista. Si bien en el Renacimiento podemos encontrar sus primeros esbozos, no será hasta las llamadas “revoluciones burguesas” que las demandas de las mujeres tomarán forma y serán políticamente organizadas. De ahí que no debiera extrañarnos encontrar que un hombre de la talla de John Stuart Mill haya sido uno de los principales referentes —sí: aun siendo hombre— del feminismo inglés.
Pero la criatura cortó rápidamente los lazos de afecto que tenía para con su progenitor. Y llegó Friedrich Engels, el socio de Karl Marx, para explicar que “el hombre es el burgués y la mujer el proletariado”, subordinando la lucha femenina a los intereses de la lucha de clases.
Es fácil advertir, en efecto, que el feminismo se ha hecho cargo en gran medida de la lucha anticapitalista que la clase obrera, con el mejoramiento de sus condiciones de vida, fue abandonando.
Basta hoy con recorrer los sitios en Internet de los principales grupos feministas del país como del mundo. En todos ellos se advierte un discurso estructurado por la idea de que el capitalismo está en la raíz de la “opresión de la mujer”. ¿Pero esto es realmente así?
Hubo un tiempo en el que el poder derivaba, fundamentalmente, de la fuerza física. Ya en el mundo medieval vemos fuerzas similares. Es el esquema de propiedad feudal y el primitivo cálculo capitalista que de él deriva, el que dio cabida a nuevos espacios de poder y protagonismo a las mujeres (de la nobleza, claro).
El capitalismo es un sistema que queda definido por la centralidad de la propiedad privada y la libertad económica, tal lo resume Milton Friedman en Capitalismo y libertad. Aquí la institución del contrato se vuelve más necesaria que bajo otros sistemas anteriores. Y puestos así al margen de las relaciones basadas en la fuerza física, el capitalismo introduce en la sociedad lo que podríamos llamar la “lógica de mercado”, basada en la posibilidad de beneficiarse sirviendo a los demás. Si la fuerza física ha de estar eliminada de mis posibilidades, la forma de obtener algo que deseo ya no es dando con un garrotazo en la cabeza del otro, sino ofreciendo algo a cambio que la otra parte desee en mayor medida respecto de lo que se desprende. De ahí que los grandes nombres de la historia, con el capitalismo, hayan pasado de ser reyes, guerreros y tiranos, a inventores, científicos y empresarios.
Sería absurdo ignorar el hecho de que la tecnología ha ayudado a liberar a la mujer en muchos sentidos.
Pero la tecnología no sólo ayuda a la mujer en lo que hace a su relevancia social y laboral, sino que todo tipo de avances, pequeños y grandes, que desde los inicios del capitalismo hasta nuestros días se han experimentado, han contribuido también a hacer de su vida cotidiana una vida mucho mejor. El agua potable, la higiene y la medicina moderna nos ayudaron a bajar sustantivamente la mortalidad infantil y, así, se redujo el trabajo empleado a la salubridad y cuidado de los hijos. Las bondades de la maquinaria, asimismo, fueron cambiando el lugar de la propia prole: antes concebida como un factor elemental de la producción, ahora las mujeres pueden traer hijos al mundo bajo otros criterios bien distintos. La producción industrial de alimentos, de ropa y artículos para el hogar hicieron que comprarlos resultara más barato que producirlos artesanalmente, y así se redujo increíblemente las tareas domésticas de las mujeres; los electrodomésticos terminaron de liberar a la mujer de lo que poco tiempo atrás, habían sido grandes cargas laborales domésticas. Pero esta realidad —y esto es todavía más importante— también contribuyó a relajar los duros esquemas de división del trabajo de otrora, en los que el hombre, por su trabajo fuera del hogar, no le competía hacer prácticamente nada dentro de él. Hoy la cocina, por ejemplo, es también un espacio masculino —basta ver programas y publicidades relativas a la gastronomía—; y de ninguna manera el hombre se encuentra eximido de la limpieza, el cuidado de los niños y otras tareas tradicionalmente femeninas. El crecimiento económico que vino de la mano del capitalismo creó asimismo las condiciones materiales para que las niñas, en lugar de ser retenidas en el hogar con tareas domésticas y trabajo no cualificado como solía ocurrir, fueran también enviadas cada vez en mayor proporción a recibir instrucción en instituciones educativas (no es casualidad que hayan sido los liberales decimonónicos los que mayormente pelearon por este derecho). Los distintos productos que en el mercado se han generado para asistir a la mujer durante sus ciclos menstruales, han logrado que esos días, que antes eran días muertos en los que la mujer debía resguardarse en el hogar, fueran cada vez más similares a cualquier otro momento del mes. La impresionante extensión de la esperanza de vida de nuestra especie, de igual manera, le asegura a la mujer que su paso por este mundo no se reducirá a la crianza de los hijos como en antaño. Los ejemplos inacabables.
Actualmente sabemos, gracias a los índices económicos internacionales, que aquellos países donde se cuenta con mayor libertad y apertura económica —es decir, con mayores grados de capitalismo de la manera en que lo hemos definido con Friedman—, es donde la mujer puede gozar de más amplios márgenes de libertad e igualdad respecto de los hombres. Un ejemplo de esto es el Índice de Libertad Económica en el Mundo (2011) que lleva adelante el Fraser Institute. El Cato Institute ha cruzado los datos de este último con indicadores sociales relativos a las mujeres, que se desprenden del Índice de Desigualdad de Género (IDG) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2010), y ha encontrado cosas asombrosas. Entre otras, ha comprobado que la desigualdad entre hombres y mujeres es dos veces más baja en los países con una economía capitalista (0,34) que en aquellos que mantienen una economía cerrada y reprimida (0,67). Asimismo, otros indicadores nos resultan significativos: en los países económicamente más libres el 71,7% de las mujeres ha terminado la educación secundaria, mientras en los menos capitalistas sólo el 31,8% ha podido pasar por ella y finalizarla; los Parlamentos de los países económicamente más libres tienen una media de 26,8% representantes mujeres, mientras en los menos capitalistas esa representación es del 14,9%; la mortalidad maternal en los países económicamente más libres es de 3,1 por cada 100.000 nacimientos, mientras en los países menos capitalistas ese valor se encuentra en 73,1 muertes; la tasa de fecundidad de adolescentes en los países económicamente más libres es de 22,4 por cada 1.000 mujeres de entre 15 y 19 años, mientras en los países menos capitalistas encontramos 87,7 casos.
La realidad parece evidenciar que el capitalismo lejos de oprimir a la mujer, la ha servido sustancialmente. Es imposible no preguntarse: ¿No estará sirviendo el actual feminismo cada vez menos a la mujer en favor de las cruzadas anticapitalistas?