El espejo no es un instrumento objetivo: devuelve siempre la imagen que quien se está reflejando desea ver. El que se siente excedido de peso se mira y se ve gordo. Aquel que se considera un sex symbol sólo se pone frente a uno para poder admirarse largo y tendido. El juego paradójico extremo se produce cuando una persona se mira al espejo y tiene alguien más al lado: aunque la imagen es una sola, cada una verá algo completamente diferente a lo que visualiza la otra.
La Argentina está en este preciso instante frente a su reflejo. El mundo ve una princesa impecable mientras que el país se visualiza a sí mismo como la misma plebeya desordenada de siempre. Hace mucho tiempo que el contexto internacional no es tan benévolo con esta nación: hay mucho optimismo entre los países líderes respecto de lo que puede llegar a suceder en este territorio y un interés creciente por lo que representa la historia reciente de la Argentina en un contexto latinoamericano ciertamente convulsionado. La imagen de Mauricio Macri no sufrió importantes máculas tras el escándalo de los Panamá Papers y su voluntad de coordinar con la oposición determinados acuerdos, aunque se trate de mecanismos contingentes, es vista como un ejemplo a seguir, en especial en naciones con sistemas políticos polarizados, como los Estados Unidos.
La visión un tanto romántica que el mundo tiene sobre nuestro país contrasta con la forma en que la Argentina tiende a verse a sí misma. Internamente, seguimos siendo la Cenicienta antes de que llegue el hada madrina: hay una creciente sensación de angustia en un porcentaje muy significativo de la sociedad, sobre todo por el cambio del clima económico. Y a pesar de que se aprecian algunos avances, sigue predominando cierta pesadumbre sobre todo en términos del futuro cercano. Como si la incertidumbre como consecuencia de la inflación, el descontento general relacionado con los aumentos de tarifas, las trampas económicas prolijamente acuñadas por la administración anterior fueran poco, se le suma el vertiginoso vendaval de noticias que llegan desde el Poder Judicial, con un interminable desfile de ex funcionarios por los estrados, y una acuarela que nos recordó con toda la intensidad posible cómo era, qué hacía y cómo se comportaba el kirchnerismo: Cristina Fernández, en su rol de indagada por desmanejos mientras ocupaba el cargo más alto de la política nacional, montada en un escenario, levantando su dedo acusador y dando un discurso épico.
Ni siquiera la tecnología estuvo dispuesta a darnos un descanso: el inevitable arribo de Uber al país implicó media ciudad de Buenos Aires cortada por protestas de los taxistas. Por un lado, interesante paradoja, todo ocurre como si una parte de la sociedad se negara a aceptar los cambios en las tecnologías, los valores, las ideas y las formas de organización que, desafiante, nos propone la post modernidad (aunque, en un bueno número, esos conciudadanos hayan votado por Cambiemos).
Por el otro, observamos otra defensa corporativa extrema de un segmento muy organizado, como los taxistas, apoyado por un gobierno que, al menos en teoría, busca modernizar el país en su conjunto, sobre todo su sistema económico.
La agenda del gobierno, intensa y trabajosa, está en un extraño segundo plano.
Poca gente se anoticia de las acciones positivas que se están llevando a cabo, aunque toda la ciudadanía se percata de lo difícil que es el día a día en un país en el que los precios no parecen por ahora enterarse de los pronósticos con los que insisten los funcionarios, en que la inseguridad no merma, en el que el trabajo no alcanza y los salarios, en su gran mayoría, no fueron ajustados a la espera de que avancen las negociaciones paritarias. Entre tanto, algunos observadores agudos, e incluso un grupo experimentado de funcionarios, advierten que el de Macri es un gobierno muy solvente para encarar los desafíos más complicados, pero bastante chambón para resolver asuntos de menor jerarquía.
¿Cuál de las dos Argentinas es la verdadera? En alguna medida, parte de las dos; pero seguramente, ninguna en un sentido puro.
El mundo simplifica la visión que tiene del país. Siempre es más fácil analizar desde afuera que experimentar desde adentro. Por otra parte, tal vez debido a la frustrante experiencia acumulada durante las últimas décadas, la visión interna mezcla dosis de cinismo con una duda metodológica muy sostenida, constituyendo un cóctel muy denso y, a menudo, tóxico.