En su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, el presidente Mauricio Macri denunció que su Gobierno encontró “un Estado plagado de clientelismo, despilfarro y corrupción” y anunció importantes medidas, tales como la ley de acceso a la información pública, la reforma del sistema de compras y la denominada “ley del arrepentido”.
Apenas días más tarde, se produjo una fuerte polémica por la contratación de familiares de funcionarios nacionales en importantes cargos públicos.
La crítica alcanzó al ministro de Modernización, Andrés Ibarra, cuya esposa fue designada por el titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos, Hernán Lombardi, como directora de Relaciones Institucionales de la Sociedad del Estado Radio y Televisión Argentina (RTA).
La situación fue especialmente controvertida, debido a que el ministro tiene a su cargo las reformas que el Gobierno se propuso en materia de empleo público, por las cuales se desvincularon a 6.200 personas (cifra oficial), se anunció la revisión de 11.000 concursos y fueron cancelados convenios laborales con universidades nacionales.
El debate no es nuevo ni alcanza sólo al Gobierno nacional.
Hace décadas que los nombramientos de familiares proliferan a nivel nacional, provincial y municipal.
Desde la designación de Ibrahim al Ibrahim como asesor de la Aduana en 1989 (ex militar sirio que no hablaba castellano y esposo de Amira Yoma, cuñada y secretaria de Audiencias del ex presidente Carlos Menem), hasta la de Delfina Rossi, hija del ex ministro de Defensa, como directora en el Banco Nación, los argentinos nos hemos indignado y acostumbrado con la misma intensidad al espectáculo de funcionarios que “acomodan” a su parentela en el servicio público.
La diferencia ahora es que se trata de un Gobierno que dice venir a luchar contra la corrupción, a transparentar el uso de los recursos, a jerarquizar el servicio civil y a terminar con los “ñoquis”, a lo que se agregan los despidos en el sector público, que en muchos casos no son debidamente justificados.
Los argumentos de un lado y del otro han sido siempre los mismos. Los funcionarios alegan que no sólo necesitan personal idóneo, sino también “de confianza”, mientras los críticos sostienen que hay favoritismo aun si se trata -lo que no siempre es el caso- de personas capacitadas. En particular, el ministro Ibarra explicó que es imposible llevar a cabo el abordaje de temas que se propone el Gobierno sin equipos técnicos integrados por personal idóneo y de confianza al que ya se conoce. Además, distinguió los procesos de ingreso al Estado que, según dijo, “deben ser por concurso” y a los que, por tanto, se va a jerarquizar estableciendo una carrera pública con transparencia y principios de mérito, de los casos en los que no rige la ley de empleo público o en los que se trata de plantas de gabinete o “privadas” de los funcionarios.
Al respecto, corresponde destacar tres puntos centrales. Primero, una breve consideración sobre la cuestión del régimen de empleo y la noción de “confianza”. Es cierto que, en el marco de la maraña de regímenes normativos aplicables al ingreso a la Administración Pública nacional, el personal que se desempeña en las plantas de gabinete o en las privadas de los funcionarios no debe cumplir con procesos de concurso. Ello explica que allí suelan ir a parar los parientes pero, desde luego, no lo justifica. A raíz de la polémica ya referida, el ministro Ibarra dijo que el Gobierno está pensando en implementar sistemas de concurso que abarquen también a ese tipo de personal. Es de esperar que lo haga, pues mantener el status quo es incompatible con cualquier agenda de transparencia, ética y lucha contra la corrupción.
En cuanto a la confianza, basta con señalar que: (a) no parece un exceso pretender que personas con la jerarquía de ministros y secretarios de Estado cuenten con equipos técnicos capaces y, claro, de confianza, sin que ello implique nombrar a sus familiares o amigos; y (b) es justamente la confianza lo que se rompe cuando los mandatarios y su gabinete se aprovechan del breve mandato que el electorado les ha dado y utilizan la función pública para obtener ganancias privadas, sean económicas o personales, para sí mismos, sus amigos y/o sus parientes.
Segundo, los casos que estamos analizando son sólo un exponente más de la débil regulación de los conflictos de interés en la Argentina, a la que me he referido aquí.
El régimen de incompatibilidades de la Ley N° 25.188 (Ley de Ética Pública) establece en su Art. 2, inc. i que los funcionarios y empleados públicos deben abstenerse de intervenir en todo asunto respecto al cual se encuentren comprendidos en alguna de las causas de excusación previstas en la ley procesal civil. Se trata del Art. 17 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, que incluye, entre otras causales, el parentesco hasta el cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad: padres, hijos, abuelos, nietos, hermanos, tíos, sobrinos, primos hermanos, suegros, cuñados y nueras/yernos.
La norma parece abarcativa, pero en verdad es absolutamente insuficiente, pues sólo incluye los conflictos de interés actuales, cuando las mejores prácticas internacionales indican que deben evitarse también los conflictos potenciales y los aparentes (ver, por ejemplo, el Art. 24 de las nuevas Directivas de Contratación Pública de la Unión Europea).
Tercero, los casos también muestran en forma evidente la precariedad de nuestro sistema de compras y contrataciones públicas. El régimen de compras no es aplicable a los contratos de empleo público ni a las empresas y sociedades del Estado, categorías a las que, respectivamente, sólo el 34% y el 37% de los países de América Latina y el Caribe excluye.