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Opinión El fenómeno Trump, en Estados Unidos

Ningún país está exento de la amenaza del populismo

Rafael E. Micheletti

Periódico Tribuna

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Elecciones Crédito: El ???batacazo??? del magnate.

Terminó el famoso “supermartes” de Estados Unidos, en que se llevan a cabo primarias en una docena de Estados en simultáneo. Como las encuestas anticipaban, Donald Trump consolidó su favoritismo entre los republicanos. Aunque todavía falta un largo trecho y restan algunos cómputos, alcanzó un total de 319 delegados de los 1.237 que se necesitan para conseguir la nominación. Le siguen Ted Cruz, con 226 y Marco Rubio, con 110.

 

 

Esta situación no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos, si es que entendemos que el polémico magnate no es un simple demagogo, sino un dirigente autoritario; es decir, un completo populista. Nunca un dirigente de este tipo estuvo tan cerca de alcanzar la presidencia en ese país. Y no sería una buena noticia para el mundo que la primera potencia mundial y la democracia líder pasara a inclinarse, aunque sea limitadamente por obra de sus instituciones, a favor del autoritarismo.

 

 

El precedente equiparable más cercano es el del sureño segregacionista George Wallace, cuatro veces gobernador de Alabama. Al fallar en reiteradas ocasiones en conseguir la nominación del Partido Demócrata, Wallace fundó su propio partido, pero obtuvo en 1968 tan sólo el 13,5% de los votos. Antes, Huey Long, también demócrata sureño, estableció una especie de dictadura populista en Louisiana y fue asesinado en 1935, un mes después de anunciar su candidatura a presidente. Sin embargo, reconocía no tener verdaderas chances de ganar la nominación frente a Franklin D. Roosevelt, y su plan era publicitarse nacionalmente para luego postularse por fuera.

 

 

Hay que remontarse a la presidencia de Andrew Jackson de 1829 a 1837 para encontrar lo que algunos analistas identifican como la única administración nacional populista en la historia del país. Pero sus excesos no fueron más allá de cierto clientelismo y excesivo acaparamiento partidario de cargos, con lo cual se acerca más a la corrupción que al populismo propiamente dicho. No había un proyecto autoritario de fondo presentado engañosamente con una pantalla democrática.

 

 

Es importante entender esto: Trump no es conservador ni republicano o liberal. Tiene propuestas estatistas y aislacionistas, y no demuestra respeto por las instituciones y la legalidad. No lo demostró durante su vida privada y tampoco lo hace en su nueva vida pública. Su ideología es el nacionalismo o por lo menos ése es el formato de pensamiento al que echa mano para justificar sus ansias desmedidas de poder. Es decir, es de extrema derecha, sólo que utiliza las clásicas técnicas de adquisición de poder del populismo que, aunque sean antidemocráticas, pueden funcionar en el marco de una democracia: explotar los bajos instintos del electorado, sembrar la división social, identificar un chivo expiatorio como enemigo, deslegitimar y agredir a la prensa que critica, y presentar la prepotencia y el autoritarismo como necesarias muestras de carácter en tiempos de crisis o descontento social.

 

 

El polémico candidato ha expulsado a periodistas críticos de conferencias de prensa, se ha negado a participar en un debate porque lo conducía una mujer que le caía mal, ha prometido modificar la legislación para facilitar el enjuiciamiento de periodistas que se equivoquen en sus afirmaciones, se ha negado a repudiar el apoyo público de un ex jefe del Ku Klux Klan, ha prometido alianzas o elogiado personalmente a dictadores como Putin o Kim Jong Un, y ha hecho alarde de su agresividad y arrogancia en plena campaña en reiteradas ocasiones.

 

 

Un estudio sociológico reciente que logró gran repercusión en el país del Norte, publicado por la revista Político, logró determinar, a través de una serie de preguntas sobre cómo educarían a sus hijos, un llamativo perfil netamente autoritario en la gran mayoría de los votantes de Trump.

 

 

Lo anterior nos lleva a pensar que lo que está cambiando en Estados Unidos, por lo menos parcialmente, es su fuerte cultura democrática, tradicionalmente más intensa en el Norte que en el Sur. Dicha cultura le vino de los primeros colonos puritanos, a quienes muchas veces se pinta como fanáticos, pero en realidad eran conservadores morales llamativamente abiertos y avanzados en lo político. Organizaban sus iglesias democráticamente y, a partir de ahí, todo lo demás. Eran activos en los asuntos públicos y confiaban mucho en las instituciones políticas cercanas o locales, favoreciendo la descentralización, la subsidiariedad y las asambleas de vecinos o “town meetings”. A esto deben sumarse la herencia cultural del Estado de Derecho o “rule of law” inglés y la ausencia de privilegios de origen al fundarse la nación que destacó Tocqueville.

 

 

Es cierto que, si llegara a ser el candidato republicano, Trump la tendría muy difícil frente a la probable candidata demócrata, Hillary Clinton. También es verdad que, de ganar él la presidencia, las instituciones sociales, políticas y judiciales de Estados Unidos no permanecerían pasivas frente a lo que podría ser el primer gobierno de tendencia autoritaria en la historia del país. Todo esto es cierto, pero tan cierto como que nadie daba ni un centavo por Trump hace poco tiempo atrás, y como que todos los pronósticos sobre él fallaron porque nadie estaba viendo el silencioso y oculto cambio que estaba sucediendo en la cultura política de, aunque sea, una parte de la población.

Los errores que la dirigencia democrática estadounidense cometió con Trump fueron varios. Para empezar, cuando el magnate amenazó con fundar su propio partido, el Partido Republicano le rogó que se quedara. Estaban aplicándole el criterio lógico tradicional que ha funcionado hasta ahora en la democracia estadounidense: el partido que se divide pierde. Pero ahora la cúpula republicana se encuentra con que Trump está por adueñarse de la estructura, lo cual llevaría a dicha formación política a sucumbir al extremismo e ingresar, quizás, en una etapa de fuerte desprestigio. O no se dieron cuenta de que Trump era un extremista, o bien olvidaron que con el extremismo no se negocia.

 

 

La inmigración ilegal y anárquica también es un factor a tener en cuenta y que no se puede negar, más allá de ser mucho menos gravitante que los dos factores anteriores y de constituir, en realidad, un disparador coyuntural. Pues si el ritmo y la distribución geográfica de la inmigración no están bajo una regulación eficaz del Estado, y si los inmigrantes que llegan permanecen fuera de la ley, el resultado es un problema de obstrucción de la asimilación de los recién llegados a la cultura local, y un sentimiento de amenaza a su cultura de parte de los nativos, todo lo cual crea el caldo de cultivo para las ofertas políticas más irracionales y autoritarias.

 

 

Pero esto último, no quiere decir que la solución pase por deportar a los once millones de inmigrantes ilegales, construir un muro demagógico o prohibirles a los musulmanes pisar suelo estadounidense, como propone Trump.

 

 

Más allá de lo anterior, lo que debemos aprender los ciudadanos de todas las democracias del mundo es que el populismo siempre estará al acecho para promover engañosamente el autoritarismo cuando se presente la oportunidad, que la globalización puede presentar nuevos desafíos a nuestras democracias y que todo extremismo y autoritarismo de izquierda o de derecha es destructivo por mucho que pretenda camuflarse o disfrazarse de otra cosa.

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