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Opinión El director de la revista La Civilta Cattolica, órgano de los jesuitas en Roma, escribe sobre las raíces ignacianas en las propuestas de Jorge Bergoglio

La reforma de la Iglesia, según el papa Francisco

Antonio Spadaro

La Civilta Cattolica

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Roma Crédito: Papa Francisco

El director de la revista La Civilta Cattolica, órgano de los jesuitas en Roma, escribe sobre las raíces ignacianas en las propuestas de Jorge Bergoglio sobre cambios institucionales.

 

 

El 15 de agosto de 1537 San Ignacio de Loyola y sus primeros seis compañeros se comprometieron en Montmartre (París) a dedicar la vida al servicio de las almas. Desde hacía veinte años la cristiandad estaba herida por la rebelión contra la Iglesia de Roma iniciada en 1517 por Martín Lutero, con la publicación de las famosas 95 tesis contra las indulgencias papales. Lutero moriría en 1546, pocos meses después de la apertura del Concilio de Trento.

 

 

Ya al comienzo del Concilio fueron propuestos algunos jesuitas como peritos teológicos. Hay una carta en la que Ignacio da instrucciones a sus hermanos sobre cómo comportarse en el Concilio. Lo más interesante es que no hace referencia a ninguna cuestión doctrinal ni teológica, sino que se preocupa por el testimonio de vida que los jesuitas deberían dar. Lo cual indica cómo Ignacio entendía la reforma de la Iglesia. Para él no se trataba principalmente de cambiar la estructura, sino de reformar a las personas desde su interior. Por ejemplo, recomienda visitar a los enfermos en los hospitales, confesar y consolar a los pobres, llevarles lo que se pudiera y pedirles que rezaran por el Concilio.

 

La elección del papa Marcelo

 

 

Después de la muerte de Julio III, el 9 de abril de 1555 fue elegido Marcelo Cervini. Había sido uno de los enviados papales al Concilio de Trento, donde conoció a los teólogos jesuitas. Cervini sostenía que la reforma de la Iglesia no podía consistir solamente en la eliminación de algunos abusos, sino que debía ser radical: tenía que partir de la “autorrenovación del Papa y de la curia”. Veía con claridad que esta renovación debía ir paralela a una incisiva reforma conciliar. “El mundo no puede quedar desilusionado con la reforma que se espera del Concilio –le escribía al cardenal Bernardino Maffei–, de lo contrario el último error será peor que el primero”. En oportunidad de su elección, a través de algunas cartas dirigidas a toda la Compañía, Ignacio revela cómo entendía que debía ser la reforma de la Iglesia.

A través de ellas puede intuirse que su deseo era contar con un Papa que hubiera hecho los Ejercicios Espirituales. Puede ser que el cardenal Marcelo Cervini, habiendo estado en contacto con los jesuitas Laínez y Salmerón en Trento, haya conocido los Ejercicios, al menos en parte. De todas maneras, su espíritu se demostró en sintonía con ellos.

Ignacio estaba convencido de que partiendo de la “reforma de la propia vida”, y teniendo frente a los ojos el modelo de Cristo pobre y humillado, se llegaría necesariamente a una reforma de las estructuras.

 

Ignacio y el papa Francisco

 

 

El actual es un Papa jesuita. Y su idea de la reforma de la Iglesia se corresponde a la visión ignaciana. Se trata de un proceso espiritual que cambia necesariamente también las estructuras. Uno de los grandes modelos inspiradores de Bergoglio es San Pedro Fabro, que Michel de Certeau definía como “un sacerdote reformado”, para el cual la experiencia interior, la expresión dogmática y la reforma estructural son inseparables. En este tipo de reforma se inspira el papa Francisco. ¿Pero cuan clara está la raíz ignaciana en su modo de interpretarse, incluso como Pontífice?

 

 

En la tarde del 19 de agosto de 2013 entré por primera vez en la habitación del Papa en Santa Marta. Habíamos acordado la entrevista que luego se publicó en La Civiltá Cattolica y en otras revistas (N.E.: entre ellas, Criterio. Ver revistacriterio.com.ar sección Documentos). La primera pregunta que le dirigí no estaba en mis apuntes: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”.

 

 

Recuerdo que me miró en silencio. Pensé que había dado un paso en falso. Enseguida hizo un gesto de aceptación y dijo: “No sé cuál puede ser la respuesta exacta… Soy un pecador. Ésta es la definición más exacta. Y no se trata de una manera de decir o un recurso literario. Soy un pecador”. Francisco siguió reflexionando y agregó: “La síntesis mejor, la que me sale más desde adentro y siento más verdadera es: ‘Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos’”.

 

 

Al escuchar estas palabras comprendí que el Papa daba una doble respuesta. La primera dice que se percibe como un pecador salvado. Pero, al dirigirse a mí, jesuita como él, me respondía también definiéndose a la luz de su espiritualidad y opción de vida. En efecto, en 1974, el padre Jorge Mario Bergoglio había participado de la XXXII Congregación General de la Compañía de Jesús. El primer decreto emanado por esa asamblea mundial de representantes de la orden comenzaba con la pregunta: “¿Qué quiere decir ser jesuita?”. Y la respuesta fue: “Quiere decir reconocerse pecador, pero llamado por Dios a ser compañero de Jesucristo como Ignacio”. El Papa me habló de sí mismo a la luz de un carisma que marca profundamente su identidad.

 

 

La espiritualidad ignaciana es la “cámara oscura” de elaboración profunda y, diríamos, “química” de las experiencias de Bergoglio y de su ministerio episcopal primero y petrino después. Francisco es un “fruto” de los Ejercicios Espirituales. Y su visión de la reforma de la Iglesia está radicada en la “reforma de vida”, resultado de los Ejercicios.

 

El reformador, “vacío de sí”

 

 

Si leemos lo que Francisco ha dicho sobre los jesuitas comprendemos cómo considera que debe ser alguien “vacío de sí”. En su homilía en la iglesia del Santísimo Nombre de Jesús, en Roma (Il Gesú), el 3 de enero de 2014, afirmó: “Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús, tendría que estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este anonadamiento: estar vacíos. Ser hombres que no viven centrados en sí mismos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando hacia el horizonte, que es la mayor gloria de Dios, que nos sorprende sin interrupción. Es ésta la inquietud de nuestro abismo, una santa y bella inquietud”.

 

 

La Compañía de Jesús fue fundada por Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros. Vacíos de proyectos, se pusieron al servicio del Papa para ser enviados a cualquier parte del mundo donde hubiera mayor urgencia. Esta inmediata disponibilidad, expresada en el “cuarto voto”, está motivada por el hecho de que el Pontífice tiene una visión más universal y conoce las necesidades de la Ecclesia universa, donde quiera que surjan.

 

 

Para Francisco, la reforma está radicada en el vacío de sí. De no ser así, si fuera solamente una idea, un proyecto ideal, fruto de los propios deseos, por buenos que fueran, se convertiría en la enésima ideología de cambio.

 

Un proceso abierto e histórico

 

 

La tarea del reformador es, por lo tanto, iniciar o acompañar los procesos históricos. Éste es uno de los principios fundamentales de la visión bergogliana: el tiempo es superior al espacio. Reformar significa encaminar procesos abiertos y no “cortar cabezas” o conquistar espacios de poder. Es precisamente con este espíritu de discernimiento que Ignacio y sus primeros compañeros afrontaron el desafío de la Reforma.

 

 

El Papa tiene muy claro el contexto, el punto de partida. Está informado y escucha pareceres; vive sólidamente adherido al presente. Sin embargo, el camino que pretende recorrer está abierto, no es una hoja de ruta teórica; el camino se abre al caminar. Por lo tanto, su “proyecto” en realidad es una experiencia espiritual que toma forma gradualmente y se traduce en términos concretos, en acción. No se trata de una visión referida a ideas y conceptos sino de lo vivido con referencia a “lugares, tiempos y personas”; y no a abstracciones ideológicas. Por lo tanto, esa visión interior no pretende organizar la historia según sus propias coordenadas, sino que dialoga con la realidad, se inserta en la vida de los hombres y se desarrolla en el tiempo.

 

 

Francisco es el Papa de los procesos, de los “ejercicios”. Como el superior de una comunidad, que debe ser “conductor de los procesos y no mero administrador”. Ésta es, según su parecer, la forma del verdadero “gobierno espiritual”. El Pontificado bergogliano y su voluntad de reforma no son ni serán solamente de carácter “administrativo”, sino de inicio y acompañamiento de procesos: algunos rápidos y fulgurantes, otros extremadamente lentos.

 

 

El proceso debe ser abierto porque sólo Dios conoce su conclusión y su fruto. Es muy diferente y mayor que todo proyecto humano, y es superior a “nuestras expectativas”; aunque sean las de un Papa. En Meditaciones para Religiosos (reflexiones escritas cuando era un sacerdote jesuita y durante su cargo de provincial en la Argentina) explica esta dinámica del proceso con inteligencia espiritual y práctica. Usa una imagen muy eficaz de raíz evangélica y sostiene que estamos invitados a “edificar la ciudad”, pero será necesario derrumbar el “modelito” que nos habíamos diseñado en nuestra cabeza. Dice que tenemos que tomar coraje y dejar que el cincel de Dios esculpa nuestro rostro, si bien los golpes borran algunos tics. La parte negativa, que consiste en abatir el “modelito”, es funcional a abandonar el cincel en las manos de Dios. Ésta es otra nota interesante para comprender la acción de Francisco.

 

 

Por otro lado, constituye un ejemplo notable el movimiento impuesto a la Iglesia entera en la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de Obispos. Fue pensado como un proceso a partir de un cuestionario a todo el pueblo de Dios, que confluyó en el Sínodo Extraordinario e inició un año de reflexión previo a la Asamblea Ordinaria. Pero la dinámica de parresia (libertad para decirlo todo), de claridad y de escucha del proceso orientó a la Iglesia entera hacia una dinámica que llegó a asustar a muchos. Sin embargo, ya en los lejanos años 80, Bergoglio certificaba su radical confianza en el Espíritu Santo: la sabiduría del discernimiento que “implica abandonarse a la voluntad de Dios, lo cual comporta la renuncia a controlar los procesos con criterio humano”. Y más adelante: “En los procesos, esperar significa creer que Dios es más, y que el Espíritu mismo nos gobierna, que es el Dueño quien hace crecer la semilla”.

 

 

El Papa vive una constante dinámica de discernimiento que lo abre al futuro. También al futuro de la reforma de la Iglesia, que no es un proyecto sino un ejercicio del espíritu, que no ve solamente blanco y negro, como sucede con quienes quieren siempre confrontar. Bergoglio percibe matices y gradualidad; trata de reconocer la presencia del Espíritu en la realidad humana y cultural, la semilla ya plantada de su presencia en los acontecimientos, en las sensibilidades, en los deseos, en las tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales. La semilla no es el árbol. A menudo está enterrada y, por lo tanto, es invisible a ojos poco atentos. Tal fue lo expresado por la XXXIV Congregación General de la Compañía de Jesús, realizada en 1995: “En el ejercicio de su ministerio sacerdotal, los jesuitas tratan de descubrir lo que Dios ya ha realizado en la vida de las personas, de las sociedades y de las culturas, para discernir cómo Dios continuará su obra”.

Se trata de una actitud interior que impulsa a la apertura al diálogo, al encuentro, a hallar a Dios donde quiera que Él se deje encontrar y no solamente en los perímetros angostos y bien definidos de un recinto. Sobre todo no teme la ambigüedad de la vida y la afronta con coraje. No es un saber intelectual, sino que integra los valores del corazón y de la mente. Las acciones y las decisiones deben radicarse en profundidad y ser acompañadas por una lectura atenta, meditativa y orante de los signos de los tiempos, que se encuentran por doquier.

 

Lo máximo en lo mínimo

 

 

El principio que sintetiza esta visión evolutiva es una frase latina que podría traducirse como: “No estar condicionado por lo más grande, sino estar contenido en lo más pequeño: eso es divino”. La expresión forma parte de un largo epitafio literario compuesto por un anónimo jesuita en honor a Ignacio de Loyola. Le gustaba tanto a Hölderlin que lo puso como epígrafe en su Hyperion. Y es sabido que Hölderlin es un autor amado por Bergoglio, al punto que lo cita al recibir a los cardenales en la Sala Clementina días después de su elección.

¿Qué quiere significar el papa Francisco al volver a ese texto? Que en el horizonte del reino de Dios lo infinitesimal puede ser infinitamente grande y la inmensidad, una jaula. Parece una paradoja, pero no para Dios, que se hizo hombre. El gran proyecto de reforma se realiza en el gesto mínimo, en el pequeño paso: Dios está escondido en lo que está creciendo, aunque no seamos capaces de verlo. Éste es un pensamiento que acompaña a Bergoglio al menos desde los años en que era provincial, como documenta un ensayo que lleva el título de Conducir en lo grande y en lo pequeño, significativo para él dado que ha citado varias veces las reflexiones allí contenidas. Bergoglio nunca habla de un deseo heroico y sublime, distante del devenir cotidiano de los días. No es “maximalista”. No cree en un idealismo rígido ni en un “eticismo” o en un “abstracción espiritualista”. El camino espiritual no tiene nada que ver con una “pseudo mística” que suscita fábulas inventadas por nuestros corazones ansiosos y no purificados. El verdadero camino interior implica hacerse cargo de nuestra edad, de nuestras pobrezas, de la historia que nos pertenece. Por eso los límites, los conflictos y los problemas son parte integrante del camino espiritual.

 

Espíritu e institución

 

 

Finalmente hay que decir que, para Francisco, la reforma de la Iglesia vive una fuerte tensión dialéctica entre Espíritu e institución. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium escribió: “La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas”. Y más adelante: “No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”. Para afirmar después que la Iglesia es “un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional”.

Es interesante advertir esta tensión entre la Iglesia como “pueblo peregrino” y como institución.

La reforma, para Francisco, es hacer que la santa madre Iglesia sea el pueblo fiel de Dios en camino.

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