Saltar menú de navegación Teclas de acceso rápido
Opinión En el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia

Antónimos: ???La palabra sana, la palabra mata???

Pedro Arbona

En tiempos de mi niñez, las cosas tenían otro significado. Aquellas primeras definiciones, estoy seguro, son definitivas e inapelables. Aunque haya nacido en un país maniático de las deformaciones lingüísticas y abarrotado de eufemismos.

Soy, como muchos, hijo de una generación masacrada.

En la década de los 70, Argentina fue el reino del revés, espacio doliente de la memoria en el que se utilizaban los mismos términos de la pequeñez, pero en distintas circunstancias.

Podría decir que por entonces el idioma de la inocencia conjugaba los mismos términos que los de la adultez, pero como antónimos inexcusables.

“Compañeros” eran los del grado, a quienes también nos comprendía la definición de uniformados.

Los delantales blancos nos igualaban sorteando bajo su tutela las diferencias abismales que existían entre quienes usábamos camisas de manufactura casera y aquellos que podían conseguir las afamadas Levis Strauss & CO.

En los 70, los próceres eran de bronce. Era posible treparse a ellos en cualquier plaza y jinetear sus caballos ante la mirada cómplice de nuestros padres, aunque bajáramos de la esporádica aventura con los pantalones llenos de mierda de paloma.

Los “milicos” espantaban indios malos, en blanco y negro, cada vez que el cabo Sabino emergía de las páginas de la hoy desaparecida revista D’artagnan.

Aquellos guardapolvos, la Aurora, el Himno Nacional, la escarapela, la Bandera, la marcha de San Lorenzo, y el escudo eran los íconos de nuestra semejanza y el sentido primigenio de nuestras obligaciones.

Y nada más.

La “Junta” era la primera. Aquella que había sobrevivido en las amarillentas fotos del Kapeluz Ilustrado de quinto como un primer indicio de la Patria, antes del 25 de Mayo de 1810.

Los “comunicados” eran breves epístolas en un cuadernito marca “Gloria” (de tapa blanda color naranja), en el que se informaba a nuestro tutor de nuestras indisciplinas. Eran, además, la premonición de una inminente paliza rectificadora. Así aprendí que las únicas leyes inexorables, verticales, inapelables y justas son las de la familia.

Las armas que conocíamos eran el rifle justiciero del “Llanero Solitario”, el hacha de “Nippur” (que vivía en un lugar llamado Lagash) y la espada de “El Zorro”, cuando los delicados bigotes de Diego de la Vega aún arrancaban suspiros entre las matronas de la cuadra.

 

 

La muerte era inasible. Era un gorrión desplumado en el piso con las patitas encogidas o un perro muerto al borde de alguna alcantarilla. Un asunto ajeno, que aún maloliente, debían resolver los demás. La muerte era un tufillo, una imagen pasajera: al día siguiente ya no estaba ni el perro ni el gorrión. La muerte viajaba en un camión recolector de basura.

 

 

Dios me miraba desde la Cruz, e íbamos a misa los domingos. Y la confesión era una redención. Un concilio con la paz. Era el perdón, la bondad, la redención.

 

 

En aquel país había soldados. De pie empuñando un fusil o de rodillas apuntando a alguien indeterminado. Los había azules, verdes y marrones. Y eran todos de plástico.

 

 

Había zurdos. Seguro que los había. Eran aquellos diferentes de nosotros. Escribían con la mano izquierda y agarraban el tenedor con la derecha. Me costó entenderlos hasta que me di cuenta que yo no podía escribir ni comer como ellos. Y entonces, aunque distintos, fuimos iguales.

 

 

Carlos Marx era un viejo barbudo retratado en fotos en blanco y negro; con cara de malo y que había escrito un libro. Y nada más. Bolivia quedaba lejos y limitaba con Perú, donde el oro era valioso.

 

 

No conocíamos al “Che” Guevara porque aún no estaba en los manuales del colegio ni habían impreso su efigie en las remeras de los argentinos.

 

 

En aquellos días, no había mayor satisfacción que jugar a la “pisadita” para elegir el equipo de fútbol y ganar el mejor equipo, aún a pesar de los caprichos del dueño de la pelota. En una canchita de tierra, sin mayores demarcaciones que los alambrados o medianeras de los vecinos, y con arcos hechos de pilitas de ladrillos jugamos muchos mundiales.

 

 

Los “descamisados” eran los que estaban desde la imaginaria mitad de la cancha para allá. De este lado, de la supuesta mitad para aquí, jugábamos con la camiseta blanca de la clase de gimnasia.

 

 

Los “desaparecidos” generalmente abandonaban el juego de la “escondida” antes de su finalización. Eran algo así como desertores que, en silencio y para no ser descubiertos nuevamente, aprovechaban el conteo hasta “100” del ocasional esclavo de la piedra para volver a sus casas sin previo aviso.

 

 

Nos cansábamos de buscarlos y casi siempre terminábamos el retozo preocupados. Hay sitios en los que esconderse es arriesgado.

 

 

Buscábamos la oscuridad, los umbrales de vecinos iracundos y las malezas de jardines descuidados. A pesar de los perros, los pozos traicioneros y los baldíos atestados de escombros, no sé bien por qué, elegíamos escondernos en soledad sin delatar jamás el lugar geográfico de nuestra ocultez.

 

 

Y en aquella cábala secreta residía el peligro: ¿Cómo encontrar a quien desapareció sin siquiera intuir adonde fue? A Dios gracias las ausencias duraban poco. A la mañana siguiente condenábamos al reaparecido a ser el primer esclavo del próximo conteo.

 

 

La “picana” era un manjar. Cada domingo acompañaba temprano a mi padre a la carnicería. De él aprendí que la picana es más blanda que el vacío. Una exquisitez desconocida por la mayoría de los asadores. Saber por entonces los misterios de aquel corte de carne vacuno era un privilegio.

 

 

Nos hablaban de la Patria y no entendíamos muy bien cómo definirla.

 

 

Al fin y al cabo, la Patria era eso. Ser argentino era eso. Eran los compañeros, los grupos de tareas, los milicos, la junta, Dios, la confesión, los comunicados, los zurdos, los descamisados, los desaparecidos, los próceres de bronce, la picana y el perdón.

 

 

Muchos años después duele descubrir que aquella generación utilizó nuestros mismos conceptos para definir otras y atroces actividades.

Hoy sé que nos robaron la infancia en el extravío sustancial de aquellas ideas.

 

 

Hoy sé que nada de aquello en lo que estaba convencido fue como creía.

O, en todo caso, misteriosamente fue también otras cosas.

 

 

No podrá haber una Argentina en armonía hasta que la certeza conquiste la cobardía de no reconocer que alguna vez en este país existió una década fraticida. Aquella, que bastardeó nuestro más puro lenguaje de la infancia para sustanciar un macabro plan de extermino generacional; allá, en aquel costado desgarrante del tiempo.

En los 70. Cuando nuestros juegos, fueron sus fuegos.

Seguí a Nuevo Diario Web en google news

Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.

Te puede interesar

Teclas de acceso