
Barack Obama ha tomado nota del retroceso de la presencia estadounidense en Sudamérica durante la década de 2000, en contraposición con el avance de otros actores externos, como China y Rusia, y de la búsqueda de mayor autonomía de maniobra frente a Washington de varios países de la región. Con su visita a la Argentina, Obama busca iniciar el armado de una agenda de cooperación selectiva con el gobierno de Macri, aprovechando la existencia de temas de interés común.
Los contactos entre los presidentes Barack Obama, Raúl Castro, Mauricio Macri y sus respectivos colaboradores, expresan un mínimo común denominador compartido por los gobiernos estadounidense, cubano y argentino: que en un mundo tan complejo como el de la década de 2010 —caracterizado por la volatilidad de los mercados (comercial, financiero, energético) y por las amenazas transnacionales a la seguridad de todos los Estados— no hay lugar para la concepción e implementación de una política exterior basada en dogmatismos ideológicos. Sólo caben políticas flexibles, no dogmáticas, que partan del reconocimiento de la complejidad de la realidad internacional y traten de usufructuar los desafíos y las oportunidades que brinda una dinámica global cambiante.
Del lado del gobierno de Obama, la administración demócrata desea cerrar su segundo mandato con el restablecimiento de relaciones con Cuba apuntando hacia el fin del embargo como el último resabio de la Guerra Fría. También busca en su visita a la Argentina iniciar el armado de una agenda de cooperación selectiva con el gobierno de Macri, aprovechando la existencia de temas de interés común (defensa de los derechos humanos, lucha contra el narcotráfico, el terrorismo internacional y el cambio climático). Desde una perspectiva propia del enfoque realista en relaciones internacionales, Obama ha tomado nota del retroceso de la presencia estadounidense en Sudamérica durante la década de 2000 en contraposición con el avance de otros actores externos —China y Rusia—. Decenio que también se caracterizó por la emergencia de gobiernos críticos del modelo neoliberal promulgado en la década de 1990 y que adoptaron políticas exteriores que buscaron mayor autonomía de maniobra frente a Washington: tales los casos de los gobiernos de Venezuela, Cuba y Bolivia, Brasil y Argentina —aunque en estos últimos dos casos los gestos y comportamientos de independencia relativa hacia Estados Unidos fueron contrapesados por otros orientados hacia un acercamiento relativo en términos de cooperación selectiva en temas de interés común—. También los años 2000 se caracterizaron por la emergencia de mecanismos de diálogo y cooperación regional no controlados por los Estados Unidos: la iniciativa chavista del ALBA, abiertamente opuesta al ALCA estadounidense; la Unasur y Caricom. Los dos instrumentos tradicionales de la cooperación hemisférica bajo control de Washington —la OEA y el ALCA—, o bien brillaron por su ausencia o sufrieron tropiezos durante la pasada década.
Del lado del gobierno de Raúl Castro, éste también parte de una perspectiva del mundo compatible con el enfoque realista. Ha tomado nota de la crisis económica y político-institucional del régimen chavista en Venezuela, el principal respaldo material y político del régimen castrista tras el fin de la Guerra Fría y la implosión del ex imperio soviético. En este delicado contexto regional, donde Venezuela cumplía hasta la caída internacional de precios del petróleo, un rol similar al que la Unión Soviética cumplió en los años de la Guerra Fría, Castro entendió que la llave para aliviar muchos de los problemas económicos de la isla pasa por el diálogo constructivo con la Casa Blanca.
Y de parte del gobierno de Mauricio Macri, el presidente argentino heredó una situación interna caracterizada por un Estado en quiebra y una economía necesitada de inversiones, un contexto regional donde la crisis económica e institucional de Brasil plantea desafíos pero también posibles oportunidades para un mayor protagonismo regional de la Argentina y una política exterior que busca ser un instrumento de captación de socios políticos y económicos externos apuntando al desarrollo socioeconómico interno. En palabras del embajador argentino en Washington, Martín Lousteau, el gobierno de Macri apunta a construir una “relación madura” entre los dos países. Una que ponga punto final a la tradicional oscilación de la historia de la relación bilateral entre picos de conflicto o de fricción y fases fallidas de acercamiento mutuo. Una “relación madura” que incluya temas de interés común como base para una cooperación selectiva; y asimismo la existencia de tópicos de agenda donde inevitablemente habrá intereses nacionales encontrados, los cuales buscarán suavizarse a través del diálogo, la negociación y las concesiones recíprocas, evitando los extremismos del alineamiento adoptado en la década de 1990 o de los gestos y medidas agresivos de la de 2000.
Es muy peligroso sacar conclusiones demasiado optimistas de la visita de Obama a la Argentina. También lo es extraer un balance excesivamente pesimista que ponga el acento en la evidente asimetría de poder existente entre Washington y Buenos Aires, claramente favorable al primero. En un mundo donde las voces ideológicamente dogmáticas se hacen oír todo el tiempo, como lo demuestran los recientes atentados del ISIS en Bruselas, la adopción de una política exterior flexible, desprovista de dogmatismos, atenta a la cambiante dinámica de la realidad internacional, no es una tarea sencilla de llevar a cabo. Obama está en su último año de mandato y desea quedar en la historia como el presidente que cerró un acuerdo nuclear con Irán, terminó la Guerra Fría con Cuba e inició la construcción de un esquema de cooperación selectiva bilateral con la Argentina. La profundización de estas importantes iniciativas tras el fin del segundo mandato de Obama no está para nada garantizada. Los legisladores republicanos del Congreso han cuestionado la apertura hacia Cuba. Los dos candidatos con mayores chances electorales de suceder a Obama en el sillón presidencial —Donald Trump por los republicanos y Hillary Clinton por los demócratas— han dado señales de querer adoptar una política menos flexible que la de Obama, lo cual pondría serios condicionantes al canal de diálogo abierto con los gobiernos cubano y argentino. Por el lado del gobierno de Macri, éste último es consciente de que la visita de Obama no atraerá mágicamente las inversiones de Estados Unidos (o de otros países del exterior) para el mercado local. Los inversores siempre tienen una cautelosa actitud de wait and see ante los procesos de cambio. Al igual que el título de la canción del ex Beatle Paul McCartney, el futuro de la cooperación selectiva será necesariamente un largo y sinuoso camino.
Pero esta visita podría ser el punto de partida de una relación madura o no. Esto dependerá de la imaginación y el grado de buena o mala voluntad de los numerosos actores estatales y privados involucrados en la compleja relación entre Argentina y Estados Unidos.