El Gobierno encabezado por Mauricio Macri ha enviado al Congreso un proyecto de reforma electoral. Éste debe ser desmenuzado minuciosamente, sin embargo, sabemos que su tema central es sin duda el pasaje de la boleta partidaria de papel a la boleta electrónica. A éste se le suman la eliminación de las listas colectoras y candidaturas simultáneas, modificaciones a las PASO (sobre todo que el/la elector/a sólo podrá votar en la primaria de una sola alianza o partido político y excluye la figura del vice, que será elegido por el candidato presidencial dentro de las 48 horas siguientes) y reformas a la rendición de cuentas partidarias y de la fiscalización electoral (cambios en la autorización de fiscales, creación de auditores contables en las provincias).
Estos cambios son relevantes, ya que alterarán (ojalá que para mejor) la manera en que se eligen a los representantes que luego tomarán de manera colectiva las decisiones políticas que obligarán a todos en nuestra comunidad política. En este contexto interesa apuntar que las reglas y procedimientos electorales deben estar centrados en la ciudadanía. Los ciudadanos y ciudadanas de a pie deben poder auditar, controlar y juzgar sobre la calidad de los procedimientos electorales.
La democracia no es sólo un conjunto de políticas públicas o mecanismos de resolución de problemas colectivos, sino, ante todo, un constante ejercicio de producción y reproducción de legitimidad democrática.
La administración electoral es clave en democracia ya que de ella nace la legitimidad de todas las demás políticas estatales, en tanto el poder y la autoridad de los representantes del pueblo (tanto los del Congreso como los del Poder Ejecutivo) derivan de los votos. Si los ciudadanos y ciudadanas no están convencidos de que sus representantes han sido elegidos de manera limpia y transparente, la confianza en toda la legislación y las políticas que estos representantes produzcan estará en entredicho.
Es central comprender que la adopción del sistema de voto electrónico con resguardo de boleta de papel no implica sólo el paso de una boleta a otra o la introducción de un chip que acelerará el proceso de recuento de votos. Según este proyecto, el cambio implica la adopción de un sistema más complejo tecnológicamente. Los partidos políticos y la sociedad deben por tanto confiar mucho más la capacidad técnica del estado.
Según este proyecto el Estado el que se hará cargo de tomar decisiones complejas, en temas que hasta ahora controlaban los partidos. El Estado deberá realizar una licitación para seleccionar el proveedor del servicio informático, diseñar las pantallas que verán los votantes, asegurar la conectividad de Internet en cada escuela, decidir y auditar en qué servidor y con qué protocolos de seguridad se acumularán las bases de datos con los votos.
Estas cuestiones no son menores: como cualquier persona que conozca un poco de diseño de interfaces gráficas sabe, decisiones como el tamaño del icono de voto en blanco, el tamaño de las caras de los candidatos, la inclusión o no de emblemas partidarios en la pantalla de votación pueden influir en una elección.
Pero hay otra cuestión: el sistema de boletas partidarias presentaba problemas, pero tenía una importante ventaja: la fiscalización de los resultados de una mesa o de una escuela o aún de una ciudad podía realizarlo (al menos en principio) cualquier persona escolarizada con un lápiz, una calculadora y un termo de café. La complejidad de este sistema vuelve la fiscalización por parte de legos informáticos mucho más difícil. ¿Puede un fiscal partidario en una mesa de votación en Zapala o Chacharramendi saber si el software de su urna electrónica funciona bien? ¿Puede un fiscal general partidario escrutar cinco millones de líneas de código de software y decir “sí, no hay ningún problema?
No quiere decir esto que sea imposible generar procedimientos de control y auditoría ciudadana de estas elecciones. Pero no es suficiente, aunque sea necesario, confiar en un cuerpo de expertos para controlar. No será suficiente, y puede ser contraproducente, decir “esto lo hicieron expertos, confíen”.
El énfasis en el saber técnico y en las soluciones expertas para problemas políticos puede terminar en una mayor alienación y desconfianza en las mayorías, sin importar la calidad de la solución propuesta. La adopción de sistemas más y más complejos que terminan siendo opacos para la ciudadanía puede generar su propio rechazo y desconfianza, como hemos visto en el debate político en el Reino Unido en días recientes.
Si se adopta este nuevo método de votación deberán crearse instancias de vigilancia y control ciudadanas en cada paso del proceso. Es esencial lograr la manera de que personas que no tenga un doctorado en ciencias de la computación o en diseño de usabilidad de usuario puedan entender si el proceso funciona bien o si genera sesgos indebidos. Asimismo, es central que en la discusión en el Congreso puedan participar organizaciones y personas con la mayor pluralidad posible, y que las preguntas o dudas de todos, especialistas y legos, sean contestadas. Después de todo, el voto es de los y las ciudadanas y pertenece en la plaza pública, no en el laboratorio.