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Opinión Elecciones en Estados Unidos

Obama lidera la campaña a favor de Hillary Clinton

Gabriel Puricelli

BAE Negocios

El taxista, emigrado de Liberia y demócrata convencido, dice: “El slogan de Trump está equivocado, porque los EE.UU. ya son great, pero Hillary ni siquiera tiene slogan”.

 

La presentación formal (y triunfal) de Hillary Clinton como candidata presidencial del partido gobernante fue la excusa para un discurso de Barack Obama que no fue sólo la pieza retórica perfecta que siempre se espera de él, sino la hoja de ruta que los demócratas han estado buscando desde el inicio de su convención, sin encontrarla.

 

Si el tema del primer día, con Bernie Sanders de bastonero, fue el de la unidad, las sesiones siguientes carecieron no sólo de tema unificador, sino que se fueron vaciando de la tensión política que le había dado vida al evento en su inicio. Con la excepción del discurso de Joe Biden (el segundo mejor después del de su jefe, igual que en 2008 y 2012), y del momento stand up del candidato vicepresidencial Tim Kaine, caricaturizando el sonsonete del “believe me” de Donald Trump, la convención navegó en un mar de los sargazos cercano al sopor, a pesar de los reiterados momentos de patrioterismo militarista y los raptos de optimismo impostado de decenas de oradores olvidables.

 

Todo, hasta que subió al podio el hombre que tiene que darle a su candidata el empujón decisivo para que deje atrás en noviembre al billonario neoyorquino. Obama no sólo brilló desde el podio que hace 12 años lo vio dar en Boston el discurso que hoy se considera que lanzó su carrera presidencial, sino que tocó todos los temas y, sobre todo, todos los estados de ánimo que están en la cabeza de sus conciudadanos y que estuvieron entre ausentes y menospreciados en casi todas las peroratas previas a su clarísima intervención.

 

Obama se mofó, atacó y describió en todos sus aspectos oscuros a Donald Trump, pero no tiró el bebé con el agua sucia, como se empeñaron en hacerlo antes muchos oradores y (más aún) los guionistas de la convención. Allí, donde antes hubo casi exclusivamente sarcasmo para pintar al adversario, pero ninguna consideración a los malestares que le dan alas a su candidatura, Obama dedicó una parte sentida y significativa de su intervención a hablar de las incertidumbres que provocan la precariedad laboral, la pérdida de posiciones sociales relativas de una parte de la clase trabajadora menos educada, la deuda insoportable con la que ingresan al mercado los diplomados universitarios y los cambios culturales que reorientan la brújula moral de la sociedad estadounidense. Obama puso empatía con los perdedores allí donde había predominado la autosuficiencia optimista de los ganadores. 

 

No dejó por ello de destacar cada uno de los aspectos de lo que él considera su legado. No dejó tampoco de usar un eufemismo para reivindicar, con un orgullo imperial que infunde temor, cómo sus militares han ido “sacando de en medio” a los peores enemigos terroristas del país.

 

Sin embargo, los pasajes en los que puso todo su empeño en conectar con los millones que lo estaban viendo y escuchando fueron aquellos en los que habló, sin nombrarla, de los problemas reales que afrontan quienes no lograr mantener el paso con la globalización y lo pagan en términos de pobreza y de pérdida de empleos industriales (y sindicalizados) que cuando son reemplazados gracias a la nueva economía, vienen sin los derechos asociados con los anteriores.

 

Obama hizo el elogio de su preferida como sucesora con entusiasmo probablemente genuino. La definió como más “preparada que yo, que Bill”. Pero su discurso fue el de un general que le da a sus tropas órdenes de marcha, incluyendo la más importante: cortar las líneas de aprovisionamiento del enemigo, tomando por las astas los temas que éste explota hoy a su favor. En lugar de ridiculizar a Trump convenciendo a los propios de que no puede ganar, Obama puso luz sobre las cuestiones que hacen a su fortaleza, las que explican que la proporción de la población general espantada por su ascenso sea tan inferior a la de la élite que asiste incrédula y parcialmente impotente a su ascenso.

 

El planteo de Obama fue claro: queda ahora en manos del clintonismo que se autoarrulla en su propio “vamos a volver” a aprovechar esa guía que el primer presidente afroamericano les ha ofrecido.

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