Una parte de los actores de la escena pública parece esperar de la tensión entre el Papa y el Gobierno una renovación triunfante del laicismo y la transformación de Macri en una especie de Julio Argentino Roca del siglo XXI. El asesor presidencial Durán Barba está especialmente impresionado con la poca efectividad electoral que tendrían las indicaciones del Papa a favor de los rivales del Gobierno y deduce de ello la posibilidad de avanzar provocativa y decisivamente contra el equívoco peso simbólico atribuido al catolicismo, esperando capitalizar no sólo la preexistencia de un público laicista que habría sido ignorado, sino también ampliar su extensión al plantearle un desafío y una derrota al Pontífice. Así algunos especulan con que una jugada posible, como alguna propuesta oficialista sobre despenalización del aborto, pondría a Cambiemos en la misma situación favorable que tuvo el kirchnerismo cuando impulsó la sanción de la ley de Matrimonio Igualitario: el PRO cumpliría así un destino de partido moderno, transformador e inclasificable, retador creíble en el papel de máximo promotor de los derechos de los individuos.
Otra parte de los actores tiene una esperanza opuesta. Desde su punto de vista las políticas económicas y sociales del Gobierno llevarán, tarde o temprano, a un mayoritario estado de desamparo y reclamo frente al que Francisco no sólo no sería ni antipático ni insensible, sino que cumpliría un papel dinamizador con su capacidad de ordenar tras su punto de vista a la Iglesia Católica y, con ello, conferirle al reclamo social mayor peso simbólico e incluso red logística y política. De esta forma, algunos opositores piensan que el Papa puede ser una referencia estratégica de las fuerzas nacional-populares, dada la actual situación de carencia de líderes consensuales y electorables.
Bergoglio, por su parte, hace el juego que corresponde a su posición. No sólo es argentino y peronista, sino el jefe de una organización mundial que afronta una crisis gravísima, caracterizada por la pérdida de peso demográfico y social, debido a la merma de predicamento asociados a los archiconocidos escándalos sexuales y financieros que sacuden al Vaticano y a los miembros de la jerarquía católica, así como a la pérdida de eficacia específica, en tanto oferta religiosa menos demandada y menos preferida que otras alternativas. Acotar los efectos erosivos de esa crisis implica afrontar demandas y reorganizaciones internas, pero también un juego de reposicionamientos en las sociedades en las que el Catolicismo construye su presencia pública. En este último plano, la posición teológica de Bergoglio, específicamente su juicio crítico del capitalismo, es casi la única jugada posible para el Catolicismo que ya no cuenta con el favor y la posibilidad de la simbiosis con los estados de los países europeos (porque las elites políticas explotan y expanden la secularización), pero tampoco puede mantener su ascendiente en las clases dominantes del orden capitalista ni en las fracciones sociales subordinadas, pero aliadas y ganadoras. Todos ellos son desde el punto de vista moral, religioso y práctico poscatólicos, sobre todo si se consideran las rigideces teológicas y morales del Catolicismo oficial.
Las clases populares de los más diversos países del mundo no sólo tienen fuertes expectativas religiosas que el Catolicismo, tal vez, podría canalizar, sino también aspiraciones de progreso económico y social que el capitalismo en su fase actual no contempló siquiera mínimamente y, en consecuencia, muestran una gran insatisfacción. Mientras ellos intentan migrar de sur a norte, del campo a la ciudad, el gran barco de la Iglesia Católica encuentra en las playas de los excluidos un potencial punto de anclaje y desarrollo. Así, en caminos cruzados de ida y vuelta, se encuentran los esfuerzos por reorganizar la cristiandad y las aspiraciones de bienestar de los sufridos del mundo.
¿Cual será el resultado de las tres apuestas conjugadas? Parece muy difícil que Cambiemos pueda salvar los obstáculos internos que le permitirían desencadenar, a quien le interese, la estrategia laicista con que sueñan su ala hipster y provocativa, y mucho más difícil parece que se arriesgue a hacerlo en el contexto de una crisis social y económica en la que hay demasiados frentes abiertos. Y esto no quiere decir, tampoco, que se vayan a cumplir los designios de Apocalipsis y rescate papal de la nación. Esto tiende a no ocurrir por otras razones. La primera de ellas es que un eventual “estallido social” es, todavía, un mito de los diagnósticos opositores, especialmente de aquellos sectores que movilizan ese diagnóstico como fantasía compensatoria de sus derrotas y sus responsabilidades. No es que la dureza de las medidas económicas y la imposibilidad de mensurar cualitativa y emocionalmente sus efectos no le jueguen en contra al Gobierno que, como el anterior, confía más en los efectos de su prédica eufemística que en lo que podría escuchar si abriese los oídos, y por ello mismo lanza una medida empobrecedora tras otra. Pero también, segunda razón, se trata de que las ideas de dar tiempo y la buena fe esperanzada cumplen un papel clave en las tensiones sociopolíticas actuales. Y, tercera razón, efecto de lo anterior, nadie acompañaría un aquelarre en el que los derrotados de diciembre ofrecieran su nombre como lugar válido para la reivindicación de derechos. Adicionalmente, cuarta razón, debe decirse que nadie estima la capacidad de aprender, tejer y construir puentes que tienen tanto el Gobierno como una multiplicidad de organizaciones sociales que actúan al margen de los intereses de los animadores de la grieta (entre las que se encuentran decenas de organizaciones impulsadas por las mil y un ramas del catolicismo que buscan resolver problemas en lo inmediato y pragmáticamente).
La última instancia no es imposible, pero nadie es su dueño y muchísimo menos los que presumen tener guardada su escritura en una caja fuerte. La última instancia, de todas maneras, puede ser hija del ensimismamiento de clase que puede tener en el Gobierno actual un atizador tan eficaz como relativamente involuntario (no está de más especular con que alguien quiera jugar con fuego para luego jugar a los bomberos, para acotar más “eficazmente” el mal humor).
¿Qué es lo que puede concluirse entonces? He descripto una tensión y me manifiesto escéptico, pero no totalmente, ante la posibilidad de eventos extremos. Que tienen posibilidades de ocurrir solamente si todos los actores juegan para el triunfo de su antagonista.
Ni relanzamiento del laicismo ni estallido social con Francisco como bandera. Lo único que ha ocurrido hasta ahora es que algunos actores han vuelto a manifestar, a propósito de las relaciones entre política y religión, un imaginario político faccioso en el que el lugar del otro es la hoguera. Por suerte y por ahora son sólo de humo.